Willy Huanca


Lo esperé. Nunca hay nadie por esos lados, por eso lo esperé. De pronto, lo vi zigzagueando entre los ichus que tapizaban la ladera: hay lugares donde agradeces que, de pronto, alguien se materialice, se haga presente, aparezca. Las montañas atesoran esa marca de eternidad, esa majestad inconmovible que dicta que ellas estuvieron allí antes que ningún hombre las contemplase y que seguirán elevándose cuando el último ser humano desaparezca. Por eso, lo esperé. Además, porque aruskipt’asipxañanakasakipunirakispawa, estamos obligados a comunicarnos, como aseguran filosóficamente los moradores de esas mismas montañas. Me dio alcance y empezamos juntos a bajar del cerro.

Los dos sonreímos al encontrarnos y lo primero que le oí, desplegando sus brazos tratando de capturar todo el paisaje, fue un: ¡qué bonito! Si, claro, le contesté. ¿De dónde vienes? -me preguntó. De acá abajo ¿y tú? De Kellumani. ¿Eres comunario? Sí. ¿Y qué hacías por aquí? Vine a ver mis papas. Entonces, seguimos bajando y hablando de cosas importantes: de la distribución de tierras de labranza entre todas las comunidades del valle, de los caminos y senderos que interconectan donde se vive y donde se cultiva, de los caminos y senderos que te llevan a otros valles y otras punas y de ahí a la cordillera, de las amenazas que sienten los comunarios con relación a los loteadores, los usurpadores de tierras. Ya te dije: cosas importantes, de verdad importantes, esas cosas que construyen identidad, territorialidad, comunidad, sentido. Estos diálogos, para mí, son infinitamente más nutritivos que leer los periódicos con las mismas estúpidas noticias de siempre. Che, hermano: ¿y cómo te llamas? Willy. ¿Willy qué? Willy Huanca.

Willy Huanca había nacido aymara en Achacachi, en el Altiplano Norte, en el Omasuyu mítico, hace 39 años, casi 40, aclaró. Tenía esposa y dos hijos. Su finado padre lo había traído a La Paz de niño y ambos se dedicaron a la agricultura en esa cabecera de valle donde están asentadas las comunidades de Kellumani, Pantini, Huallani y Umapalca, todas ellas formadas tras la Reforma Agraria de 1953. La madre de Willy era peruana, de Yunguyo, la frontera binacional por el lado del Santuario de Copacabana y el lago Titicaca. Resulta que al morir don Huanca, su viuda volvió a casarse, esta vez con un connacional, y de ahí resultaba que Willy tenía cinco hermanos en Bolivia y otros cinco repartidos tres en Arequipa, uno en Tacna y otro en Lima. ¿Y vas a Perú a visitarlos? Si, voy cada cinco años y este año tendría que haber ido, pero no tengo plata, este año no fue bien, me confiesa Willy. A sus labores campesinas, Willy las complementa con trabajo en la construcción de viviendas. Ahora estoy bajando a ver si encuentro algo…-me cuenta con cierta pesadumbre. Ayer había estado recorriendo Las Lomas, una zona donde proliferan nuevas urbanizaciones. Ahora, tras ir a remover la tierra de su papal, seguiría buscando. Ya vas a encontrar, hermano…

Al que encontramos, el subiendo con denuedo, nosotros ya de franca bajada, fue a Zenobio Choque. ¡Hola, tío!, gritó eufórico el Willy quien me aseguró que Zenobio tenía 92 años y no los 82 (+2) que yo le adicioné en un poema.[1] Zenobio acudía, como Willy ya lo había hecho, a inspeccionar su papal, a trabajarlo. De ello, depende la supervivencia. No habrá trabajo en las obras, pero papa tiene que haber. La aparición de Zenobio no era más que una ratificación generosa de la buena hora que deseamos para los Andes en solsticio de verano, inicio de la época de abundancia, la Illapacha.

Abracé entusiasmado al hombre, nonagenario tenaz que sigue caminando los cerros -viene desde Chijipata y la suya es una ardua travesía por los cañadones- y lo volví a abrazar porque hacía un año, un año cruel, que no lo veía y ver cómo se obstina, cual tótem viviente, cómo se deja llevar por las montañas, como ya se va convirtiendo en la montaña misma que trajinó una vida entera, ya te dije: enseña más, es más nutritivo, más esperanzador que el mundo insensible de allá abajo, del cemento y el ruido, del falso afán de la modernidad que ya no sabe de cuidar papales y que, es más, le importa un carajo.

Seguimos nuestra marcha y Willy Huanca me llevó por la “chacanchada”, por el atajo y, de repente, andábamos colgados de una pendiente del cerro que caía temiblemente hacia una pequeña quebrada. Entonces le dije: Willy, dame la mano, porque si no, me voy a sacar la mugre, me voy a caer de cabeza…Willy se reía diciendo: baja, no tengas miedo. Yo insistía: no tengo miedo, dame la mano nomás. Y fue así que bajamos: tomados de la mano hasta que la gravedad cedió y pudimos retomar nuestra conversación.

Nos despedimos en la esquina de la casa. Otra vez las manos: ahora, las estrechamos. A modo de reforzar el saludo, cerré mi puño y lo extendí diciendo “ahora se saluda así” y Willy Huanca, me volvió a extender su mano, mano de labriego, mano de hombre que cultiva su papa, y riendo me dijo: Pablo, no pasa nada, no pasa nada… y volvimos a juntar nuestras manos, diluyendo cualquier distancia social que pueda existir entre nosotros. Fratelli tutti, proclamó Francisco. Todos somos hermanos. Ya nos volveremos a encontrar, se despidió Willy Huanca, señalando a las montañas.



Pablo Cingolani

Laderas del Aruntaya, 21 de diciembre de 2020, solsticio de verano


Publicar un comentario

0 Comentarios