“(…) Me dijo que todos los románticos encuentran el mismo destino algún día: cínicos, borrachos y aburriendo a alguien en algún oscuro café. Te reís, me dijo. Crees que sos inmune: andá y mírate los ojos al espejo: están llenos de lunas. Te gustan las rosas y los besos y los hombres lindos que te dicen esas lindas mentiras…”
Joni Mitchell: La última vez que vi a Richard
A todos mis muertos
El pueblo existe
No sé muy bien a dónde me llevará la deriva de este texto, pero lo empiezo así: Iván Rodrigo Machaca era mi “nuevo mejor amigo”, una clasificación que inventamos y usábamos con la Carolina para aludir a quien me/nos proveía de insumos vitales: alcohol, cigarrillos, acaso pan. Viviendo hace décadas en extramuros urbanos, el nuevo mejor amigo siempre fue un protagonista crucial de nuestro dispositivo (Perón dixit) para facilitarnos la existencia. Siempre había que tener uno o una: se llamaran Nicolás Huanca (QEPD) o la Honoria, mi casera-empresaria. Resulta que hoy descubrí -dialogando, como debe ser- que el Iván, además de ser mi proveedor estrella, es también un artista. Vaya mañana de hallazgos inesperados.
Lo primero que encontré para alegrarme/reencauzarme la vida fue una serpiente. Una tremenda víbora de tronco caído. Una, similar, la había visto en la casa de campo de mi amigo Jaime Paz. Fue lo primero que asocié. Tomé unas fotos y seguí caminando por la quebrada. Luego, paso a paso, escuchando el rumor de las piedras bajo mis pies, entendí el mensaje: era el Amaru.
La última vez que vi al Amaru estaba terrible y terrible también estaba Bolivia. Era diciembre de 2019. Unos infames imperdonables de tanta infamia ya habían masacrado al pueblo en Senkata y en Sacaba. El dolor era infinito -siempre mueren los mismos: el pueblo existe también para que lo martiricen- y sobre ese dolor, estaba el dolor del Amaru. Me desencapsulé y fui a visitarlo a la clínica. Allí conocí a su madre y a su amigo de toda una vida, el Leonel.
El Amaru, fiel a su fina estampa y a su estilo aymara-inglés, jodía con su reseteo cerebral. Lo habían operado de un tumor en el bocho y, aun así, el super pibe que siempre fue -y se fue joven como Jim Morrison-, guardaba un lugar para reírse de si mismo, a pesar de todos los pesares. Ese era el Amaru.
¿Qué tiene que ver el Amaru con el reptil? Todo: el nombre que sus padres eligieron para echarlo a andar en la vida, en quechua, significa eso: serpiente. Los grandes líderes de la mayor rebelión anticolonial de nuestra historia: Tupac Amaru y Tupac Katari (serpiente en aymara), eligieron ese mismo nombre para llevar a sus pueblos hacia la libertad y la justicia. Después de verlo hospitalizado, y tan maltrecho, escribí para él: honra tu nombre. No me queda ninguna duda que Amaru Villanueva Rance lo hizo hasta el final.
Seguí mi camino con la certeza de que, en la quebrada, los Andes profundos, no sólo estaba acompañado por mis padres sino también por el Amaru y todos mis muertos. Salí de las grietas del desgarro y la vasta puna se desplegó frente a mí. Verlo, sentirlo, es algo maravilloso: todos deberían intentarlo. Es como salir de la caverna platónica. Es como desnudarse frente al destino: aquí estoy, no dudo, llévame con vos. Los muertos, los vivos, los que padecen, los que están en trance: andaba haciendo mis ofrendas a la Diosa Madre del Universo cuando una lagartija se apareció y me miró.
El Simón Yampara cuando una víbora me miró de frente por los lados de la subida a Chiaraque y yo le pregunté qué significaba, me contestó por e-mail: sólo a vos, Pablo, te pasan esas cosas.
Una noche, en Buenos Aires, estábamos medios ebrios con el Amaru, medio ebrios de alcohol y medio ebrios de la vida que compartíamos. Habíamos gozado un día intenso de militancia, de paradojas, de contradicciones, con los 23 años que nos separaban existencialmente. Parábamos en un hotel de Flores, el barrio donde vivían mis viejos. Íbamos a comer a su casa, así le ahorrábamos gastos al estado. El, ese entonces, era el director del CIS, el Centro de Investigaciones Sociales de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia. El Facundo Firmenich operó nuestro viaje al sur. Nos encontramos con el Monedero, con el Iñigo, y nos cagamos todos de risa en un encuentro que organizó el Movimiento Evita en la Universidad Nacional de Lanús. Luego, fuimos a un bar y nos seguimos cagando de risa con la Marinés, el Mario Javier y la Juliana que también nos acompañaron. Volvimos a Buenos Aires en un tren -el pueblo existe, el pueblo viaja en tren- y cuando estuvimos solos, medio ebrios, de vida y trago insisto, el Amaru me disparó:
-Vos, Pablo, sos igual que mi madre…
Me sorprendió. Le pregunté:
-¿Y en que nos parecemos?
-Ustedes, los dos, viven, hablan, como si el mundo les debiera algo, como si el mundo les debiera alguna cosa…
Ahora que lo escribo, recuerdo como si fuera esa noche la penumbra de la habitación, el ruido de la calle, el rostro cincelado del Amaru…
-Es verdad, Amaru -le dije-, a mí el mundo me debe algo…
-¿Y qué es?- taxativo Astroboy.
-La Revolución, Amaru, la revolución…
Nos volvimos a cagar de risa juntos y nos fuimos a dormir.
La lagartija me miró y luego se fue, siguió su vida. Bajé feliz por las señales, rumbo a la tienda donde el Iván, de salida de los cerros que me rodean, estaba seguro y como siempre, tendría una Bock bien fría para agasajarme tras la fajada montañesa. Los rituales. Por eso, Iván era/es mi nuevo mejor amigo. Pero, una cosa lleva a la otra, hoy con el Iván hablamos de la vida, de su vida.
Iván Rodrigo Machaca.
30 años, soltero, sin hijos.
Padres larecajeños, como el sin igual Pazos Kanki y el también sin igual guerrillero y cura Muñecas.
No lo conocía en la tienda hasta que volví del exilio. Antes estaba su madre. Le pregunté: ¿y vos que hacés aquí? ¿Qué hacías antes?
-Estudié mecánica industrial en la UMSA y luego dos años estudié artes plásticas en la Academia Nacional de Bellas Artes, dejé de estudiar por la pandemia y para ayudarlos a mis padres…
Yo: ah, bueno…
Dada su saludable heterodoxia, le hablé de Leonardo da Vinci. Sabía, coincidimos. Le insistí para que me muestre su obra, sus bocetos, cuando tuve entre mis manos lo obrado, le dije:
Yo: ah, bueno, Iván… ¡vos sos un artista!
Le brillaban los ojos.
El pueblo existe.
El pueblo, nuestro pueblo, es, siempre, lo mejor que tenemos.
El sol caía a hachazos en una calle de tierra de Alto Los Rosales, Achumani, La Paz, Bolivia. Yo sentí, como diría Cazuza: Si alguien se va/ es porque otro va a llegar. El Amaru se fue, no lloremos, celebremos su vida y la que viene: llegó Iván Rodrigo Machaca. Atiende una tienda de abarrotes y es un artista.
Ni cínicos, ni borrachos, ni aburridos
Románticos y apasionados al uso propio…
Aunque lo humillen
Aunque lo masacren
Aunque lo nieguen…
El pueblo siempre está
El pueblo resiste
El pueblo siempre
El pueblo existe.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 28 de septiembre de 2022
Obras de Iván Rodrigo Machaca
La lagartija: la ven?
Allí está.
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