Este día de las almas, este año donde mi padre y mi madre partieron, he decidido comenzar a despojarme de todo. De ahí, que empiezo a desclasificar cosas que he guardado años, décadas, y que ahora me pregunto: ¿para qué?
En homenaje a mis viejos, porque fue con ellos y vía ellos que llegó a mis manos, va esta reliquia que adoro pero que envío de manera especial a dos amigos que aman a las islas -el Salvador Marcelo Gargiulo, factótum del primer islario argentino, y a Miguel Sánchez Ostiz, navarro, pero que se deslomó narrando otra isla del mismo Mar del Sur- y también porque son parte de esta historia porque viven allí, o sea allá, a Zavaleta, Álvaro, allá en Santiago, mi alter ego cuando era/éramos eso y siempre será huella y a Jorge Muzam, allá en San Fabián de Alico, en el sur indómito, mi editor trasandino, en ese Nido de Parras que es el lugar donde él y todos ellos, sus cófrades, vinieron al mundo
Las Islas Desventuradas: vaya nombre que sobrevivió en el tiempo. En esta desdicha del presente, ellas evocan historias de otra fragua, otro temple, otra perspectiva.
Siempre -desde que tuve conmigo el documento que envío, desde ese lejano 1979, cuando Samoré desactivó la guerra entre dictadores, por unas islas, a todo esto- amé estas islas, siempre quise ir a verlas, compartirlas, volverlas mías.
No fue el caso, aún les debo una visita. Vaya este envío como una manera, momentánea, de cumplir con ese deseo.
Pablo Cingolani
1 de noviembre de 2022
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