Saudade de Brasil


Esa noche tocaba Queen en la cancha de Vélez. Sería la primera vez que un par de changos veríamos un mega concierto de un super grupo de rock. La dictadura argentina seguía gobernando con saña y odio contra el pueblo, pero habían tenido que aflojar un poco con la represión y así teníamos la ocasión de escuchar la guitarra de Brian May.

Cursaba el secundario en el Urquiza de Flores, un colegio que honra una larga lista de estudiantes detenidos-desaparecidos. Julio era uno de mis compañeros de curso. Con él, iríamos a escuchar Rapsodia Bohemia en vivo a Liniers, pero lo que recuerdo con mayor nitidez es esto: nos juntamos varias horas antes para prepararnos convenientemente para el recital de los ingleses.

Meta cerveza y porro para largarnos al oeste. Y esto es lo más lindo de todo: la música de la previa fueron los blues de la Elis Regina, fue el encanto de su voz, fue, simplemente, ella. No escuchamos otra cosa que Elis y más Elis y en un estado de trance, hipnotizados por la onda de Nuestra Reina, fuimos hasta el estadio. Era tan dulce la vida que, entrando a la arena, recibiendo desde la tribuna una andanada de gargajos, yo creía que era la lluvia la que terminaba de limpiarme el alma.



Una vez recalamos en Nueva York con mi viejo. Una noche concurrimos a ver un demencial concierto de Herbie Hancock al Lincoln Center. Puro y duro free jazz. El contrabajo lo agarraba Ron Carter y del saxofonista no me acuerdo el nombre. Fue una presentación extrema: el piano de Hancock estaba endiablado y en llamas todo el rato. Salías del teatro como si te hubieras caído encima de un hormiguero, Pero fue allí, afuera, donde alguien me ofreció un volante. Lo que anunciaba era una especie de milagro musical: al otro día, en el mero Liberty Park, al mediodía y gratis, se presentaría…. ¡A cor do som!

Amaba a A cor do som donde brillaba su guitarrista, Pepeu Gomes, una reencarnación tropical de Jimi Hendrix, y Mu Carvalho, un virtuoso del teclado. Pepeu había sido parte de Novos baianos, liderado por Morais Moreira y Baby Consuelo y que entroncó con el tropicalismo, esa corriente imparable de energía creativa que fusionó todos los ritmos y que lanzó al mundo a íconos como Gilberto, Caetano, Gal y a Os Mutantes donde debutó Rita Lee. Verlo a Pepeu pelarla y romperla en Nueva York era una recompensa inesperada que me brindaba la vida.

El mar y la Estatua de la Libertad estaban detrás. Delante, un escenario de mierda donde apenas cabía toda la banda. El evento lo patrocinaba una marca de jeans. El público, en su mayoría, eran oficinistas que, en vez de almorzar, se sumergieron en un mundo que no entendían: unos brasileños locos le ponían música al nervio lacerante del capitalismo mundial. Era evidente que algo no cuajaba y fue entonces que me acerqué a Pepeu y empecé a gritarle: “Beleza pura, Beleza pura”, uno de los temas que mas me gustaba del grupo y que aún no lo habían interpretado.

Pepeu me escuchó y me miraba cómo si fuera un marciano. Entonces, para clarificarnos, le dije: “Argentina, soy de Argentina”. Ahí entendió y lo mejor de todo: me hizo el gesto universal de todo bien, habló algo con la banda y ahí estaba A cor do som cantando para mí: “Não me amarra dinheiro não/ Mas formosura/ Dinheiro não/ é a pele escura/ Dinheiro não/ A carne dura/ Dinheiro não (…) Beleza pura/ Dinheiro não…”.

El Pelourinho al palo. Era una intrépida conjugación musical con ese insuperable poema de Drummond, Elegia 1938, ese que empieza aclarando que “Trabajas sin alegría para un mundo caduco…” y que culmina con una profecía autocumplida: “Aceptas la lluvia, la guerra, el desempleo y la distribución injusta/ porque no puedes, tu solo, dinamitar la isla de Manhattan”.



Otra vez, en alguna revista o algo así, vi una foto del gato del Grillo Villegas: era una impresionante y adorable bola de pelos blancos. No me sorprendió saber el nombre que mi amigo le había enchufado a su entrañable felino: Hermeto.

Los milicos, otra vez. El Luna Park, no sé si lleno. Lo que sí estallaba y colmaba el vacío era el imparable de Hermeto Pascoal, bola de pelos largos y blancos -creo que es albino, él, no el gato- desafiando todos los géneros, metiéndole con destreza a todos los instrumentos a su alcance -Nuestro Mike Oldfield- y abriendo nuestras mentes a horizontes desconocidos.



Otro que te rompía el cerebro en la misma dirección era Egberto Gismonti. Fuimos a verlo con Fabián al Teatro Coliseo, frente a la plaza Libertad y sus inmensos y frondosos árboles. Recuerdo que nos sentamos en la última fila -no había otra-, el teatro -una joya- reventaba de público -todos sentados hasta que los sonidos de Gismonti te hacían levitar sobre las butacas. Unos que flotaban eran Charly García, Aznar, no sé quién más: el mineiro era amado por los músicos de rock argentinos.

Lo que sí no me olvido es que, acabado el concierto y los aplausos y aullidos que duraron largos y sinceros minutos, y en estado de éxtasis sonoro, salimos con Fabián rumbo a la plaza y dado que lo hacíamos desde la última fila, ni el hall del teatro ni la vereda pudieron sacarnos de nuestro ensimismamiento: fue un colectivo que frenó en seco y se detuvo en medio de la calle y cuyo conductor tuvo la amabilidad de no pisarnos, pero eso sí: cagarnos a puteadas por cruzar la calle sin ninguna precaución.

La culpa era de Gismonti: la dosis musical que nos inoculó nos había lanzado a otro mundo, otro planeta, otra galaxia. El chofer no sabía, no podía saber, que, si nos atropellaba, de allí no volveríamos más y desde alguna lejana estrella hubiéramos seguido vibrando de alegría.



De todo, un poco: Possuelo me regaló el desenchufado de Rita Lee -un discazo de principio a fin que incluye temas que cantaba con Tutti Frutti. El día que nos conocimos con el sertanista, en Lima, me contó de su amistad con Caetano al que conoció en un avión. Cuando vivíamos en Jupapina, en el valle seco, fascinante e irreal, con Carolina escuchábamos demasiadas veces al día Poema de Ney Mattogrosso donde una guitarra con wah wah te transportaba por encima de los cerros y te llenaba de dicha. Recuerdo al Matías, académico de Uberlandia y rockero, ayudándome a traducir una canción de Caetano -Um indio- para incluirla en un ensayo en defensa de los pueblos indígenas aislados de la Amazonía. Siempre le agradeceré al Alfonso un regalo que me trajo desde Río de Janeiro, fresquísimo, cuando fue a cubrir la cumbre del ambiente de la ONU, el 92: el último casete de Djavan, Coisa de Acender. Igual que Poema de Ney, el primer corte de este disco, A rota do indivíduo (ferrugem), debe ser una de las canciones que más escuché en mi vida. La voz de Djavan es tan penetrante y tan transparente que te alejaba de cualquier duda: eso era sentimiento puro, embellecía tu vida, iluminaba el destino.



Una vez, andábamos por los confines del Acre. Corazón de la selva amazónica. Habíamos llegado allí navegando el increíble río Abuná, limite binacional. Del lado boliviano, resistía una capitanía de puerto, donde no había ni soga para ahorcarse diría el Pancho. Cruzamos las aguas que ahí nomás se deshacían en una temible cachuela. Llegamos ya de noche a Brasil, a un pueblo, un pueblucho, como ya anoté; perdido en la frontera. Nuestro anhelo más ferviente era encontrar una pascana donde bebernos unas cervezas frías. Nos lo merecíamos después de un par de semanas donde sólo habíamos tomado agua, acaso mezclada con un poco de chivé.

Las casas se dispersaban. El lugar atesoraba su historia: encontramos algo así como una plaza donde se enmohecía un monumento de un hombre y una placa que recordaba a los seringuieros, los caucheros, que habían llegado hasta allí, engañados y a la fuerza, cuando se desataba la Segunda Guerra Mundial y Brasil abastecía a los aliados de tan preciada materia prima. Ayer, cuando Lula dio su primer discurso como presidente electo, en el lado izquierdo de la pantalla, estaba, sonriente, la Marina Silva: ella -como un tal Chico Mendes- es una descendiente de esos hombres y mujeres que fueron llamados, eufemísticamente, “Soldados da borracha”, los soldados del caucho.

En una esquina de la plazuela, latía una luz. Acudimos hacia ella imantados como luciérnagas. Era una tienda-bar-todo-allí-en-la-selva. Gozaba de generador eléctrico, congeladora y ¡cerveza! A quien despachaba, pedimos un par de botellas -heladas las rubias- y empezamos a beberlas con deleite y avidez. El mundo se había detenido y, como siempre, se comprobaba esta verdad de vida: O melhor lugar do mundo é aquí/ E agora, como asegura Gilberto Gil.

Nos calmamos con la ingesta líquida y averiguamos si podían prepararnos algo de comer. No había problema, que esperemos, eso sí: si desean, hay más cervezas. En el boliche, se estaban unos pocos parroquianos, todos locales. De pronto, sucedió un milagro. Dado lo inusual del momento, al encargado, se le ocurrió celebrar nuestra presencia, poniendo música, radio o lo que fuere. Y el milagro fue este: la voz nasal, cautivante y embriagadora de María Bethania inundó la noche y los corazones cantando Mel, Miel.


Ó abelha rainha

Faz de mim

Um instrumento de teu prazer

Sim, e de tua glória…


Me puse a cantar con ella: Miel es una de esas canciones balsámicas, curadoras, inspiradoras sin remedio. Se rompió el hielo, se murió el silencio, como diría el gordo, el Guille: de una de las mesas, preguntaron si conocíamos quien cantaba. Claro, respondí, es María Bethania. Amo a María Bethania. ¡Salud por ella! Y se armó la fiesta.

Al otro día, volvimos a la capitanía y los navales andaban preocupados y sin saber qué hacer porque creían que los brasileños nos habían secuestrado o cosas peores. No, hermano, nos farreamos con unos cuates que encontramos al frente, informó, taxativo, el Ricardo. Partimos río arriba. El Abuná, majestuoso, nos curó la resaca.



Pablo Cingolani
Antaqawa, 31 de octubre de 2022

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