Lo mejor que tenemos es el pueblo


Fue un día peronista: había un sol espléndido y cinco millones de argentinos en las calles. El pueblo mismo, movilizado, celebrando, y feliz por el triunfo ante los galos y porque la copa del mundo del futbol volvía a casa.


Los estúpidos periodistas que sufrimos asociaron la mega movilización con hechos como la asunción -o el acto de cierre de campaña- de Alfonsín (¡!), la muerte de Néstor o el velorio de D10S o con los recitales de rock que se organizaban allí en el Obelisco y decían, orondos los muy hortelanos: nunca se vio una cantidad de gente así, toda junta.


Minga, señoritos: la Argentina moderna, la de los derechos de los que trabajan y producen, la Argentina de la justicia social, la Argentina de los días felices, donde los únicos privilegiados eran los niños, se fundó sobre un hecho de masas, una movilización social -inaudita para los oligarcas que la denostaron como “aluvión zoológico” y honrada como pocas historias revolucionarias en el mundo entero- que tuvo lugar un 17 de octubre de 1945.


Anoten, pelotudos, anoten o lean los libros donde está escrita la historia, que no muerden. ¿Cuánto pueblo se movilizó ese día exigiendo la liberación de un coronel llamado Perón? Quien lo sabe, lo que sí se sabe es que esa movilización del pueblo cambió la historia de la Argentina para siempre. Porque ese pueblo, así, como pueblo, empezó a tener un lugar, un protagonismo decisivo en esa historia.


Luego, cualquiera que vuelva a ver las imágenes del día del renunciamiento de Evita, en el mismo ámbito donde se concentró la mayor cantidad de personas para recibir a la selección futbolera, puede comprobar que la multitud era igual o mayor y si tomamos en cuenta la población que ese año, 1951, contaba la Argentina, el porcentaje es abrumador a favor de esa movilización popular que quería que la Eva sea ungida como candidata a la vicepresidencia de la República Argentina. Cosa que no sucedió, y bueno, así estamos.


Luego, más cercano: el regreso definitivo de Perón a la patria. El 20 de junio de 1973. En el mismo Ezeiza donde ahora están los predios de la AFA, esos que todo el mundo vio por la tele. Ese día, llegando desde todos los rincones de la Argentina, los libros de historia refieren que se convocaron por motivo tan magno, nada mas ni nada menos, que cuatro millones de argentinos. Los cronistas relatan que fue algo que, esos días, sólo se veía en la China de Mao y que, en definitiva, fue un suceso bíblico, inolvidable -salvo para los periodistas contemporáneos- e insuperable. Y, la verdad, compañeros, sigo creyendo que fue así.


Es que, emociones aparte, si no leemos lo de la bienvenida a la selección como una continuidad histórica de los tres hechos precedentes -la fundación de la Argentina nacional y popular, el momento cúlmine del ascenso de Evita cuando el pueblo la amó más que nunca y la quería volver poder, poder popular, y no se pudo y el momento donde el viejo líder cerraba un ciclo de 18 años de proscripción, persecución, desgarramiento y muerte para intentar abrir otro de luz, vida y esperanza y tampoco se pudo, nobleza obliga, las verdades sean dichas, ¿de qué mierda sirve tanta movilización popular? ¿el desahogo del que hablan todos estos mamertos mediáticos? ¿Cuál desahogo?


El futbol no puede ser ni un placebo ni un atajo, tiene que ser parte del camino de reconstrucción de un campo popular activo, movilizado y con vocación de poder.


En la cancha de la realidad, esos cinco millones de argentinos están mandando un mensaje: sí, se puede. Por un nuevo 17. En el siglo XXI. Por esa luz, esa vida, esa esperanza, esa realidad efectiva que le debemos a Perón y a ese pueblo que es lo mejor que tenemos y que todo y siempre, lo merece.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 21 de diciembre de 2022

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