Lo bello y lo implacable



"Rocas audazmente colgadas y, por decirlo así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de sí desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un rio poderoso, reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza”.

Kant[1]



Dicen que los indios Kuna del istmo y las islas panameñas, esos que la historia señala como los referentes del término Abya Yala, dicen que los Kuna son los que sentenciaron eso de que “Dios perdona siempre; los hombres, a veces: la naturaleza, jamás”. Sea así o sea asá, es una verdad sin atenuantes, imposible de desmentir.



Parafraseo en el título el famoso ensayo filosófico de don Kant y en vez de sublime, anoto implacable que, en todo caso, proyecta lo que el idealista alemán quiso decirnos: sobre la belleza natural, se forja -o el imperativo, debería forjarse- nuestra idea moral y nuestra sensibilidad estética y, en este caso, la experiencia que les contaré sólo puede delimitarse conjugando la sabiduría ancestral con un adalid -desechado, por cierto- de eso que damos a llamar la cultura occidental.



De arranque, a la salida de la quebrada, aquel derrumbe que ya se había tragado un camino, ahora, tras esta temporada de lluvias, irregular, pero con tormentas fuertes y repentinas, se había devorado también la huella de la playa. De hecho, la huella de la playa ya no existía y esto, dado lo activo que sigue estando el derrumbe, en cualquier momento, provocará que el nuevo camino que los infelices de los especuladores inmobiliarios han abierto en la margen derecha del río, cualquier rato decía, producto de una nueva afluencia de las aguas en bajada franca, choque y estalle contra el pedrerío que tapizó la playa y se desborde y también destruya la flamante vía. Vuelta a empezar: no aprendemos nada.



Debes ver la majestad del derrumbe, su imponencia: debes ver el tamaño de las rocas que se han deslizado montaña abajo para entender lo que decían los Kuna: la naturaleza es implacable, no perdona nunca, agrego yo: no tiene porque perdonarnos, y menos ahora con el desprecio que la tratamos, con la negación que anida en nosotros, con la mala leche con la que la habitamos.



Con semejante bienvenida, sepan que, volviendo al viejo Kant, uno ya se predispone a recibir toda la belleza que la naturaleza puede prodigarte y, en este caso, el pronóstico se quedó escaso: maravillas vendrían.



Veías como el agua, el agua tumultuosa, el agua en modo huayco, riada, había obrado prodigios: todo, en la quebrada, se veía más amplio, se veía más panorámico -faltaba la claustrofobia que ellas encierran-, se veía, digámoslo así, se veía más limpio. Todo era la certera evidencia de eso implacable que había sido la bajada sin freno, sin contención, libres, de las aguas y uno se quedaba extático admirando el tamaño de las piedras que el turbión movió como si fueran copos de azúcar, los nuevos bordes relucientes de las laderas, las marcas del agua.



Hay un angosto tremendo río arriba. Carolina se acordaba de haberlo pasado apoyándose en sus paredes con sus dos brazos para superar los montículos de lodo y piedras que eran recurrentes en toda su extensión. Yo lo vi completamente bloqueado: necesitabas equipo para pasarlo. Siempre era inquietante dada la estrechez del accidente geográfico, dada la posibilidad de que algún desprendimiento de los cerros se te cayese encima. Bueno, producto de la intensidad del aluvión, créeme: estaba completamente expedito, caminando nomás lo pasabas, no debías sino transitarlo. Otra muestra de lo virtuoso que esa implacabilidad de lo natural puede brindarte. Así nomás es diría mi amigo el Reynaldo.



Había sido tan contundente la faena de las aguas que, sin advertirlo, de improviso, ya estábamos frente a un imponente peñón de color rojo que, desde que lo conocimos, no tuvimos mejor idea que bautizarlo como “la catedral” por esas asociaciones pelotudas que tenemos los occidentales. La catedral atesora una belleza singular y bien podría calificar, kantianamente, como algo sublime, una cima estética, una cumbre indudable de la gracia, de la inspiración, de la dicha. De pronto, apareció una nube en sus cercanías: una nube que semejaba un dragón, luego la isla Sulawesi, luego un toro embistiendo el aire, luego nada: desapareció.



Allí nos detuvimos, el sol quemaba nuestros brazos y el sabor acre del salitre secaba nuestras gargantas, y como te vengo diciendo en otros textos y con otras palabras, ¿para qué sufrir? Cómo diría Tata Kusch: ¿en nombre de qué sacrificarse? Frente a la belleza, sólo queda seducirse y admirarla y frente a lo implacable, sólo queda respetarlo y honrarlo. Será por eso que alzamos una apacheta[2] en agradecimiento a tantos dones y para que la Diosa Madre siga prodigándonos con ellos y cuidándonos del desamparo y el desamor que acechan desde allá afuera. Oye: sólo si sientes la belleza de lo implacable será redención sino olvídate, no será nada.



Pablo Cingolani

Antaqawa, 15 de enero de 2023











[1] Mirá vos, ¿eh?


[2] “Si no creyera en la balanza/ En la razón del equilibrio/ Si no creyera en el delirio/ Si no creyera en la esperanza…”. Silvio Rodríguez: La maza. Las negritas son mías.


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