Andrés Canedo / Bolivia
La verdad es que ahora no importa tu nombre. Importa sí, el que en este momento estés aquí, cubriéndolo todo, con las diversas formas que adopta tu recuerdo. Importa también, esa pequeña toalla que te robaste del hotel, porque sí, porque eran “para robar”, me dijiste, y porque finalmente me la entregaste a mí, como constancia, mientras expresabas, para que yo la guarde y te recuerde en ella. Entonces, ya estábamos en el auto, y para enfatizarlo, te la pasaste por la cara, por el pecho (ya cubierto), por las piernas (ya vestidas) por los pies (ya calzados con tus zapatos negros que, en su calado, revelaban el nacimiento delicioso de los tres dedos externos). “Te la doy, me explicaste, porque yo no la puedo llevar conmigo. Mi marido podría verla y es un hombre muy suspicaz. Sería difícil inventar una explicación creíble, relativamente verosímil”. “Ahí está, impregnada de mí, de mi perfume que desaparecerá pronto, de las células de mi piel que permanecerán entre su tejido, como yo, que espero permanecer en tu alma”, agregó en seguida.
Guardé la toalla, sin prestarle mucha importancia, la puse en una caja, en el estante superior del closet, en la que estaba seguro que la poca acuciosidad de la empleada que hace la limpieza en mi departamento, no la encontraría, no la agitaría para esparcir tus células en el aire.
Ahora, claro, la busqué en su escondite, la saqué, me la pasé por el rostro, por la boca, la olí, también. Y las imágenes me vinieron de aquella tarde en el hotel, de tu cuerpo de sirena recibiendo mis besos, de tus gemidos pudorosos, de tus contorsiones debajo de mí, expresando tu propio placer y exaltando el mío. Recordé, vagamente, el sabor de tu boca y el joven y un poco agridulce, gusto del núcleo de tu cuerpo que me estabas entregando. Me acordé, que en el momento culminante me dijiste “mi amor”, y que yo te dije, “mi amor”.
Después, como con todo amor fugaz, fui tratando de olvidarte, pero no pude hacerlo completamente, hasta que entendí, que toda entrega, por efímera que haya sido, siempre tiene visos de eternidad, que nada desaparece totalmente, que siempre, desde algún resquicio del alma, resurgen un aroma, un color, un gesto, una visión o la remembranza autónoma de las manos en el territorio de la piel circunstancialmente amada. Pero, para ello, para recuperarte en la memoria, no era necesaria la toalla, pues siempre tus imágenes inesperadas se me abalanzaban como asaltantes en la noche; ella permaneció allí, en la caja arriba del closet, hasta hace un instante. Tengo que agregar que te equivocaste, porque al olerla, resurgió el aroma de tu perfume con toda intensidad y me catapultó a aquel presente, en esa tarde de hotel, desde cuya ventana, indiferente y algo lejano, se veía el mar. Estoy, en mi sillón preferido, con la toalla en la mano y cerca de mi rostro. La retiro, porque percibo que unas lágrimas empiezan a brotar de mis ojos y no quiero que caigan sobre la ella, sobre ti, y que la, te contaminen, con su gusto a sal. Aquí estoy, lejano y presente amor mío, con la toalla, con el llanto corriendo en mis mejillas, viendo, a pesar de la nube de agua en los ojos, el periódico abierto sobre la mesita cercana, y en él el aviso de tu muerte, donde sí figura tu nombre.
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