La guerra no está en tus ojos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Caminando por Kiev tienes los ojos tan claros que pareciera que no existen. Como sin pupilas, solo un mar o un cielo, un espacio de color en medio de un rostro. Hermosa mirada de vacío, en ella no se reflejarán las explosiones. Llevas a Magritte contigo; no es que haya un sentido de lo irreal ni de mundos paralelos. Caminando por Kiev miras pero no ves, difícil saber si estás viva o pereces. Si sonríes no hay dónde equivocarse; de lo contrario es la desvanecida observación de la diosa Tetis, no la fiera o voluptuosa de Minerva y Venus. En tu fragua difícil contemplar el fuego. Caminando por Kiev me diriges la vista, mueves unas ramas y muestras los equilibrados dientes de la belleza pero no sé más, si vives o mueres, o me mueres o me matas. El tiempo corre a la inversa, mientras presente más te extraño. Hacia atrás en busca del pezón que me dé certezas.

Igual que ropa puesta a secar cuelgan de las paredes de la capital los martirizados cuerpos de Bucha. Tonos de carmesí, del brillante de la granada recién cuarteada hasta el rojo casi azul del matadero, cuando el líquido comienza a coagular. Me he detenido ante una mansión antigua. El cartel reza “La casa de los gatos”, de un verde lechuga pero más claro. En el hotel, mientras espero alguna nota tuya, escucho al León de Soweto, música bailable del sur también martirizado. La luna ha tomado el tono espeluznante de cuerpos quemados y las estrellas flores negras y púrpuras de fiesta de Todos los Santos.

Abro relatos de viaje de Sergio Pitol. Un obús ha estallado cerca. Sorbo mi café. Una vieja paseaba al perro, supongo que ahora ella está en el cielo porque el can agoniza sin tres de las cuatro patas en un hoyo de veinte metros de diámetro, de esos que utilizaban tanto Chou En-lai como el Kuomintang para enterrar vivos a sus enemigos. Y dicen que Shanghai es hermosa, el Asia en París, voluptuosa según Wong Kar-wai. Sería en Montmartre, yendo de subida al Sagrado Corazón, o de bajada, en el frontis plano de una casa común un pequeño recordatorio de que el brillante Chou pasó tiempo allí. Con Pitol voy de Varsovia a Bujara. Tenía planes de viaje hacia el Asia Central al jubilarme; la vedette del Kremlin me lo ha negado. En sangriento berrinche, Putin ha cerrado las puertas del mundo. Que viene su fin, viene, apresurado y con instrumentos medievales para causarle dolor. Bien merecido. Si será Prigozhin u otro el verdugo no guarda importancia, pero tienen que mostrar la cabeza, a la manera que lo hicieron con Robespierre y su venda envolviendo la mandíbula, casi como que al Incorruptible le dolían las muelas.

Los chicanos dirían que tienes los ojos borrados.

Borrosos. Borrasca. El cielo de las hermanas Brontë se ha cebado sobre ti, Kiev. Hace frío en mi departamento de Lva Tolstoho. Te dije yo en aquel 2018 que los rusos invadirían. Habíamos salido del mall Gulliver, allí te compré un vestido negro y danzabas. De mal agüero estaba, no por ser adivino. La historia anunciaba que tendría que ser, pero disfruta del traje oscuro y del sombrero ébano que hoy no ha de volver y que quizá nunca habremos de vernos de nuevo.

Secan al sol los cueros de los difuntos de Bucha y de Mariupol. Pensar que días antes de febrero de 2022 escribía un texto mencionando los bellos cafés de Mariupol. Dudo si los rodaballos del mercado de Odessa venían del Azov o del mar Negro. Ya miraban, pescados hacía tanto mucho, con un ojo de rabillo. No quieren decir los peces que en el fondo del agua donde hay fantasmas griegos y persas se habla del fin de la humanidad que comenzará en Crimea. Siempre la península encarnó el final, lo postrero. En Feodosia vive el cerbero de tres cabezas, y en Simferópol tocan a muerto.

Ojos borrados. No de perro azul.

Deambulo entre ruinas de humo. El bar Bukowski desapareció. Los edificios que estaban en construcción cuatro años atrás están deconstruidos. Lírica, y de ello a lógica del desastre. Te me pierdes, no solo porque observas desde otro lado; te escudas en el último sembrío de girasoles secos; a ratos creo que llevas una larga sábana celeste y a veces de marrón tostado. Quisiera sentarme en el finisterre de mi vida con un vaso de cointreau, recorriendo el paisaje del rayón ucraniano a ver si te encuentro. Puedo esperar sin que llegues, no cargas un poema sobre ti ni peso alguno. Sé que sufres, que de esos ojos de infinito cae tibia llovizna persistente; sé cuánto te preocupa la guerra y anotas los trenes que pasan hacia el frente de batalla. Ya no me lo dices pero igual entiendo: howitzers de pico largo, carros de asalto, semillas de flores de sol para meterlas en boca de los orcos fallecidos. Que de algo sirvan, de abono de la tierra que violentaron. Tártaros de Crimea degüellan mongoles siberianos. Cortan el gaznate y los tiran a un lado como se hace con pollos en tiempo de matanza. Arrojan sangre por doquiera, a chorros y dispersa. La diferencia con las aves de granja es que no terminan en un turril con agua hirviendo para quitarles las plumas. Sus espasmos terminan ensuciados en el suelo. Se les quitan botas y pantalón y lo que venga necesario. Luego a marchar de nuevo que la vida no espera cuando arrecia la muerte.

Nina Simone canta Ne me quitte pas. Lo hacía Maysa Matarazzo. Un hermoso y trillado Brel les deja lugar. ¿Para qué cantártela yo si igual te irás? A falta de cointreau tengo un resto de aguardiente. Lo bebo en parte y froto lo demás en mis sienes, quizá me invada la razón. Nocturno de Denver, Nocturno de Bujara, Nocturno de Chile. Franz Liszt.

¿Sabes dónde he visto ojos similares a los tuyos? En Modigliani. Cae la noche. No se oyen aves que se despidan del día. De fondo hay orquesta de cañones. Me arrebujo en la cubrecama roja, la funda está mojada por fiebre. Escribía Gertrud Kolmar:

Tu sangre
aún azuza al lobo gris en la sombría densidad
de los bosques de abetos rusos,
aún rastrea rebaños de renos que pastan el musgo
y los líquenes de la tundra,
aún escucha un alarido aterrado, el lamento de la liebre polar
frente al cazador…
Kolmar continúa:
Pienso en ti.
Siempre pienso en ti.
Las gentes me hablaron pero no les hice caso.
En el cielo del atardecer vi un profundo azul chino del que
la luna colgaba como un farol redondo, amarillo,
y pensé en otra luna, la tuya,
esa que para ti tal vez fuera escudo reluciente de un héroe irónico
o delicado disco de oro de un lanzador sublime.


Sobre Kiev se han soltado los espectros. Cierro la ventana para que esta ciencia ficción no se convierta en demasiado. Duermo pero no, te toco pero no eres tú sino el reloj despertador. No luna sobre la ciudad, la robaron los rusos en camiones con letras marcadas en blanco. ¿Dónde estás Ajmátova, dónde Alexander Blok? El martillo anuncia las horas sobre un yunque de tragedia. Despierto sin haber dormido. Vivo sin nunca haber dejado de estar muerto.

13/06/2023
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Imagen: Amedeo Modigliani/Retrato de Jeanne Hébuterne

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