Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Dos años antes de nacer, en 1958, ya me inundaba la nostalgia. Así que en 1989, en los mercados del North East, al escuchar Yakety Yak, grabada aquel 58, me parecía ya haber estado allí y sucumbido ante la tristeza de lo efímero. Pollard deshoja una alcachofa; Wayne, con blanquísimos dientes, ríe y repite: Yeah, man, yeah. My main man, nos decíamos entre negros y nos llamábamos nigger el uno al otro, funky nigger, motherfucking nigger.
No he olido la guerra. La supongo. Pero puedo hablar del espantoso hedor de las sandías en descomposición, también las papas. Inundaba el warehouse y luego había que lavar con manguera y anchos escobillones el piso en donde cayera el jugo infecto. Más tarde, los chinos de restaurantes vendrían en Cadillacs a rescatar lo que se pudiera del basurero, haciendo a un lado los gusanos. En Chinatown venderían delicias extirpadas del muladar. Nada que una buena conjunción de especias no pueda disimular.
Alisto las maletas y pienso en el sol de domingo por la mañana en los docks de Gallaudet. El tren de New York pasaba cansino, con dejo de retórica. Los amigos desocupados y pedigüeños duermen un sueño de arlequines. De allí a conseguir alguien que me acercara al metro. O simplemente caminar, como siempre, y dormir por el resto de las horas. Del vagón somnoliento hasta mi linda cama en cuarto oscuro. Frías almohadas en noche tuerta. Óleo incansable de Winslow Homer en la pared.
El sí de las niñas y El arte de las putas, libros de la mesa de noche. Los compré en Hispania Books, bajando por la avenida principal de Adams Morgan. Con dedos persistentes que huelen a ti, Judith Lisanski. No sé cómo apestan los muertos insepultos, no he conocido trincheras. Dudo que lo haga, mis pasos eludieron los frentes de batalla. Dos veces quise pelear. Pelear a la Contra en Nicaragua. Embajada de Cuba en Lima, nos veo, jóvenes cuatro, indagando qué debemos hacer. Solo llenar la solicitud y tener cinco dólares, no hay otro requisito. Guerra de las Malvinas. En fila en la Diagonal, avenida Salamanca, esquina de consulado argentino. Póngame en infantería. Firme aquí, viva la patria. Al menos cien cochabambinos anotándose de voluntarios; ninguno combatió. En las islas Falkland (triunfo británico) los pescadores marean a los calamares con luces y los hacen subir a la superficie para cazarlos. Aperitivo: calamar frito. Frank escancia el vino en Denver, las olas han movido continentes pero la nostalgia se emperra, se vuelve melancolía. Dos años antes de nacer la sufría; dos años después de morir, lo mismo. Pero sé muy bien cómo olías tú.
Deseo acostarme. A una cuadra de la bandera argentina, belicosa entonces, vivía Jorge Zabala con su madre, él en la casa de atrás. Don Jorge ya no reconoce a nadie, contaba su enfermera años antes. Pobre, nadie lo visita, ensimismado Rodin con pañales. Ya no estaba vivo, pero ella hablaba en presente, el lenguaje puede estancar a la muerte.
Recupero una foto con Miguel, Madrid del 2018. Cerveza, pero antes extraordinarios vermús, y bocadillos de carne de mar. Extraño hablar con Miguel. Luego Pablo se añade y bebemos más, atendidos por peruanos que seguro vienen en línea directa del Marqués por lo soberbios. Ya en casa de los Sánchez-Ostiz el anfitrión cae bajo el embrujo de las frazadas. Con su esposa y el poeta vallecano secamos un scotch después del vino. Si Cerezal vuela a casa ni lo sé. No lo he visto desde entonces, gárgola maestra del séptimo piso.
De aquellos tiempos escribí Karen noche. Colina clara que en mi borrachera se desvaneció, su cuerpo. Subí, toqué, descendí, Creedence sonaba de fondo, botellas de Miller Draft.
Sonrió. Día siguiente. Acomodaba yo cajas de naranja tipo Valencia en el refrigerador 1. Pesado trabajo, de pie sobre el handjack, lampiño pecho desnudo. Apareces y te arrincono en otro lugar para besarte. Helado sudor del trabajo, rocío de Sajama en el misterio de flores comestibles. Agarré una jícama que parece papa grande, piel marrón y pulpa blanca dulce. Tubérculo sabor de fruta, similar a mí para dar cierta lírica a mi indianidad. Corté un trozo y se lo entregué. El largo cuchillo tocó su lengua y se estremeció. Tiemblan las hojas de acero a punto de asesinar. Cerró los ojos y soñó fantasía, movió la jícama en el paladar dando a la prosaica labor de comer halo poético. Aflojé el cinturón pero la temperatura señalaba 36 y lo ajusté de nuevo. Abrí un paquete de flores de pensamiento y se las entregué como ofrenda de resurrección. Violeta y guinda; amarilla y naranja. Tu boca de bermeja planta que desea carne y se conforma con jícama, raíz de la tierra, alba materia cubierta de tajín.
Bajo tierra, el xicamatl. Lo siembro en tus labios, Karen no amanecer.
En el mercado se vendían manojos de perejil chino, hinojo fresco. Deambulabas por allí, tú. Te deseaban ejecutivos y dueños, se transformaban en bufones para agraciarte. Preferiste el color del ámbar, la textura del cuero, la lengua extranjera. Arcanos de la civilización, coito de neandertales y cromañones, al borde de la liana que de romperse nos volvería salvajes. Antropófago cocino tus partes, si fuego hay. O jaloneo tus piezas igual que fiera chorreando de sangre si no.
Tormenta. Lluvia. Música griega. Truenos. Manejo en los límites de Centennial con Englewood. En la penumbra flota la luna, preciosa cabeza de Ana Bolena…
09/06/2023
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Imagen: Espectro de Ana Bolena/Del Hamlyn Book of Ghosts, 1978
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