Una presencia
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando…
Juan Ramón Jiménez: El viaje definitivo
Veinte años ya que vamos y volvemos sobre nuestras huellas en la quebrada que Carolina bautizó como “rio rojo”. Tanta insistencia se explica así: como bien dice el agreste poeta, la naturaleza se está, es inmutable, pero cambia todo el tiempo: esa es su magia, magia natural, la misma que desataba Santana cuando lo escuchabas tocando su guitarra (eléctrica).
Primero está el derrumbe. Vaya metáfora. Fue el pelado, el ruso, Lenin, quien sentenció que la revolución nacía del derrumbe (no de las montañas, sino del orden viejo y podrido que venía a reemplazar el nuevo orden, el revolucionario). Este derrumbe del texto es también real: una parte del cerro se vino abajo, tapizando el fondo quebradeño con rocas temibles, de esas que, si te agarran, te aplastan y te vas, te vas como cantaba Juan Ramón.
Antes, eso no sucedía: los andinos, los habitantes originarios de los Andes, sabían controlar derrumbes, aludes, huaycos. Sólo un sismo, podía voltearlos. Ese lazo -ese conocimiento- con la naturaleza se ha perdido y ahora suceden cosas terribles, muertes innecesarias cuya responsabilidad no es sino de la manera que vivimos, signada por la desigualdad y la pobreza consecuente. Como sea, de entrada a la quebrada, te topas con tremendo derrumbe y, más allá de Lenin y las metáforas, te deleitas viendo caer piedras inmensas y veloces, cuesta abajo, todo un tango.
Luego, vas entrando en una comarca extraña, el país del salitre: la sequedad extrema cubre el piso de una fina capa mineral, blanca como la túnica de San Juan, enigmático como su Apocalipsis. Sientes que penetras, vas penetrando, en un mundo de confines, no hay nadie allí - ¿por qué debería haber alguien? - y es entonces que eres tu el que pueblas esas oquedades de presencias, de tus presencias: tu eres el que le concedes sentido al paisaje. Eso que llamamos cultura empieza a interactuar con eso que conocemos como naturaleza.
Los andinos nos proveen de todo un andamiaje cultural, previo, ancestral, para entender lo que te sucede. También la poesía, toda la poesía. En realidad, es lo mismo: los andinos forjaron a través de milenios una poética de la naturaleza y esa poética devino sagrada, se elevó a las cumbres, se elevó más aún: a los cielos, hasta el sol y la luna, y más allá también: hacia el cosmos insondable e infinito. Entonces, si tu lo sientes, empiezan a habitarte esas presencias porque la naturaleza se convierte en altar y tú, caminando por ella, te sumerges en un ritual, paso a paso. Esto, por si acaso, es la esencia de la praxis que envolvió a un tal Jesús o a alguien que conocemos como Buda. No hay secretos, amigo, si abres tu corazón a la magia natural: está ahí, acontece, se precipita, te atrapa, te guía, brilla, baila. Te busca.
Entonces, porque te sucede, vuelves y vuelves, una y otra vez: la quebrada se angosta y está seca, atraviesas sin esfuerzo un lugar donde has visto otros derrumbes, otras fraguas de la tierra, y ahora no: está abierta al paso, invitándote a que prosigas, a que no te venza el sol que hacha, a que te nutras de esa energía, a que no dudes de que a un paso sigue otro paso, un día sigue a otro día, y así la vida.
Saliendo de la angostura, se alza en toda su imponencia y su majestad, un picacho rojo, rojo sangre, que bautizamos -ya te dije que el territorio es sagrado- como “la catedral”. Debes verlo: estremece. Te admiras. Conmueve: es un tesoro escondido al fondo de una quebrada olvidada. Una obra maestra del arte natural, el que más inspira. Un poema visual, uno que vas escribiendo con los ojos, mirando tanta belleza desplegada. Ofrendas al Apu, siempre lo ofrendas.
Años atrás, no muy lejos de la catedral, la quebrada se cerraba: tremendas rocas formaban una cascada de algo más de tres metros de altura. Se volvió santuario. Desde allí despedí a la lonko Cristina Lincopán -muerta por contaminación de las petroleras que invadieron sus dominios- y al comandante Chávez. Un día, de regreso al río rojo, todo había desaparecido: las piedras, grandes como casas, habían sido arrastradas cien metros río abajo, todo había mutado para seguir inmutable. Y yo me iré….
Hoy nos detuvimos teniendo a la vista el huayco, las marcas del huayco, otro derrumbe alucinante que se cayó de frente -lo ves subiendo el cerro hacia el abra, semeja la obra demente de un coloso que juega con las montañas, algo más allá de lo humano, algo imposible de asir, para nosotros, animales educados.
Fue así: alzamos nuestra apacheta conmemorativa -como los chinos en los lugares donde detenían las invasiones de los tártaros- y sucedió este prodigio -o milagro, si quieren llamarlo así: primero fue el sonido, luego su presencia. Era el agua.
Se estaba viniendo el agua. [1]
El agua, el agua, el agua…
Mi corazón se inundó de dicha.
Uno acude a “los ámbitos de lo sagrado”[2] por eso: por las señales, por las revelaciones, por las epifanías.
Jesús en el monte Hermón, Buda en los Himalayas. La divinidad se revela, el corazón se agita, agradece: era el agua.
La seguimos, de bajada: su presencia era escueta, pero ¡cómo llenaba el espacio de vida, de música, de alegría! Habías subido caminando la tierra seca, seca, seca y, de repente, de la nada, de la magia, apareció el agua y fue envolviéndonos con su hechizo, eso nutriente que templa la piel y forja sueños, nuevos sueños, “nuestros sueños” (Lenin)[3]
Cito a un maestro: “Puedo escribir los versos más…” pero, dime: ¿para qué? [4]
El agua, el agua, el agua… seamos libres, decía un guaraní: lo demás, no importa nada. [5]
El agua, el agua, el agua…
(Respira. Siente)
El agua.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 10 de junio de 2023
[1] “Lord, here comes the flood/ Here we'll say goodbye to flesh and blood/ If again the seas are silent/ In any still alive/ It'll be those who gave their island to survive/ Drink up, dreamers, you're running dry”. Peter Gabriel: Here comes the flood. Mi traducción: Señor, aquí viene la inundación/ Despidámonos de la carne y de la sangre/ Si de nuevo los mares están silenciosos/ cualquiera que aún esté vivo/ serán los que brindaron su isla para sobrevivir/ beban, soñadores, se están secando”. Escuchen: la voz de Gabriel es apocalíptica. Te clama: escapa, que no te atrapen, no mueras. La guitarra la pone otro de los nuestros: Robert Fripp.
[2] Houses of the Holy: un disco de Led Zeppelin. Aúlla Robert Plant en una de sus canciones: “Whoever they are/ the song remains the same”. (Sean quienes sean/ la canción sigue siendo la misma) ¿Cachay?
[3] Lenin decía algo así: un revolucionario no está completo si no sabe soñar. Le dijo a Wells cuando lo entrevistó en el Kremlin: vamos a acabar con las ciudades. Era un poeta, sin dudas. Y murió como mueren los poetas: siempre hay un sueño que se llevan a la tumba -como el de Jesús o el de Buda- para inspirar a los demás.
[4] Cazuza tenía razón, siempre la tuvo.
[5] “Compañeros del Ejército de los Andes: Ya no queda duda de que una fuerte expedición española viene a atacarnos; sin duda alguna los gallegos creen que estamos cansados de pelear y que nuestros sables y bayonetas ya no cortan ni ensartan; vamos a desengañarlos. La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos. Si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos han de faltar; cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con las bayetitas que nos trabajan nuestras mujeres y si no, andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios. Seamos libres y lo demás no importa nada. La muerte es mejor que ser esclavos de los maturrangos. Compañeros, juremos no dejar las armas de la mano hasta ver el país enteramente libre, o morir con ellas como hombres de coraje”. Proclama del General José de San Martín, 19 de julio de 1819. Este texto no sólo es una obra maestra del arte de la guerra sino también de la vida, la pura vida, la vida plena (Néstor Paz), eso que se anhela, que anhelamos todos.
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