Andrés Canedo / Bolivia
Claro, no por ser el año del Señor de 1541 ni por ser ella ignorante, Francisquilla, de 16 años de edad, dejaba de darse cuenta que en la Mancebía en la que se había refugiado, la pasaba mil veces mejor que en la casa de la marquesa X, donde fue casi esclavizada para los servicios domésticos, sino que de yapa, había sido violentada por el señor Marqués, que sólo tenía apariencia de tonto. Y aunque ella hizo berrinches y llegó a parecer alienada, endiablada, la marquesa, en un gesto de generosidad, prefirió no entregarla al Santo Oficio donde su destino sería francamente ominoso, sino que le pidió a su confesor, el padre Manuel, quien, con sus sabios consejos, debía tratar de calmar a la chiquilla. Manuel, que le lanzó casi de memoria y sin ninguna fe, algunos de los textos piadosos que había acumulado durante su oficio, no dejó de fijarse que Francisquilla era de muslos esbeltos, de pechos deseables y de rostro más que agradable, y hombre de cincuenta años como todavía era, se vio impelido a penetrarla, lo cual calmó totalmente a la muchacha y evitó, por el éxito de su misión, que él mismo cayera en los horrores del arrepentimiento. Es que Francisca, en esta su segunda experiencia y, aunque el padre Manuel no era muy guapo, había percibido en la ocasión, los placeres que el amancebamiento proporcionaba. Entonces, con los resabios de esa efímera felicidad, se sosegó y volvió a aceptar el infierno de la servidumbre a la abusiva Marquesa.
Se sabe, que no hay felicidad que dure cien años, y a los pocos días su cuerpo que anhelaba otras cargas diferentes a las de sacar los bacines con orinas de la patrona y de recibir bofetadas al por mayor por su supuesta ineficiencia, decidió fugar de la casa señorial y buscar en la inmensa y cosmopolita Madrid del siglo XVI, un mejor destino para sus ansias. Pasó hambre, frío y desamparo durante los primeros días, y no faltó un mozalbete de la calle que le brindó calor y felicidad momentánea al poseerla, pero que no se hizo cargo de ella, sino que desapareció como si se hubiera perdido en la bruma. Una noche, en que el terror amenazaba con poseerla, se topó con una mujer mayor que ejercía clandestinamente como ramera, la que la trató con solidaridad fugaz, ya que tampoco estaba en condiciones de ayudarla permanentemente, quien le dijo que debía buscar pertenecer a una Casa de Mancebía, y le indicó la dirección y las condiciones que debía cumplir para ser aceptada en la misma. La golfa también tuvo el buen tino, de indicarle una de las casas más reputadas y a la que asistían clientes poderosos, considerando la belleza y las potencialidades de Francisquilla.
De esa manera fue que, sin inconvenientes, Francisca fue aceptada en la Mancebía, luego de superar las pruebas de idoneidad y de ser aprobada por el jefe, denominado Padre, de dicha casa. Había demostrado ante el juez, ser huérfana, ser mayor de doce años, no ser noble, y desde luego, que había perdido la virginidad. Ella, hermosa como era, fue un inmediato suceso que corrió de boca en boca, y que le procuró los mejores clientes, incluso algunos nobles, militares de alto rango y hasta un poeta célebre, que le dedicó algunos versos. Entre tanta demanda, su cuerpo se llenó de goces y satisfacción, aunque claro, no faltaron algunos evidentemente repelentes que ella soportó con estoicismo, sabedora de que siempre habría ocasiones superadoras e inclusive, algunas sublimes. Y los versos del poeta, que él le entregó escritos, aunque ella no sabía leer, y que ella, cuando él se los dijo, no entendió completamente pero que le generaban un emocionante retintín, pues hablaban de sus ojos, de sus piernas y del precipicio en el cual sumergirse para encontrar el gozo abismal que los humanos pueden permitirse. Así, con un salario diario nada despreciable para aquellos tiempos de carencias, con comida y buena cama, con ropa mínima pero adecuada, la media túnica negra que identificaba su oficio, y además, con algunos regalos que de contrabando le dejaban algunos de los clientes, pero sobre todo, con el placer que le brindaba su cuerpo fantasioso y exaltado, Francisca empezó a vivir algo parecido a la anhelada felicidad.
Pasaron varios meses en los que la satisfacción exacerbada empezó a desgastarse y ella empezó a sentir que, a pesar de tener el cuerpo colmado, necesitaba algo más. Eso lo entendió, cuando el Bachiller, joven y hermoso que la poseyó, de la universidad de Salamanca, le dijo en latín y se lo tradujo, “memento sis pulchra”, “recuerda que eres bella”. Ella no olvidó esas palabras ni su traducción, pero lo que menos pudo olvidar, además del cuerpo de ese hombre, fueron los mensajes que creyó leer en sus ojos y a través de los cuales pensó que había llegado a su alma. Él estuvo sólo una noche con ella, como la mayoría de sus clientes, pero ella empezó a soñarlo y a extrañarlo, y por medio de esa pasión, empezó a entender que lo que necesitaba, que lo que le faltaba, era algo nuevo y misterioso que comenzó a sentir y que las gentes llamaban amor. Amor, amor por el Bachiller Fernando, era lo que ella sentía. Era joven, de espíritu inquieto y rebelde, y Francisca creía que podía conseguirlo todo. Lo que no sabía, lo que no podía saber a pesar de todo lo vivido, es que entre pobres y ricos existía una barrera impenetrable, y que por mucho que ella hubiera conmovido a Fernando con los dones de su hermosura, ese era un límite que ella no podría cruzar, ni él, suponiendo que hubiera sentido verdadera pasión por ella, podría permitirse.
Francisca escapó de la Mancebía persiguiendo su esperanza, y eso la condenaba a penas que la ley de esos tiempos aplicaba inexorablemente. Así y todo, perdida en medio de la ciudad enorme, buscaba como podía a un Bachiller Fernando, pero apenas encontró el desamparo absoluto. Por necesidad se entregó clandestinamente a varios hombres, hasta que un día la sorprendió la policía y la encerró en una cárcel. Allí, siguió soñando con Fernando en las largas horas y días de no ver la luz del sol. El amor se le fue transformando en odio, no hacia su Bachiller, sino a sí misma, por estúpida, por soñadora, y a la sociedad por su crueldad, por su injusticia. Entonces se le enredaron las tristezas y su pensamiento se hizo amargo. No fue sorpresa, sin embargo, para el carcelero, que una mañana al abrir la celda en que estaba encerrada, la encontró ahorcada con las tiras que había armado, de su gastado vestido negro que fue con el que se fugó de la mancebía. Allí estaba, quebrada pero todavía bella, como una flor a la que se le ha roto el tallo, colgando de la cuerda por la que se le fue la vida.
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