“La realidad solo se forma en la memoria” -Marcel Proust-
Era un pequeño negocio, uno de estos que hoy podemos ver solo en las películas de la Nouvelle Vague francesa. Olor a mortadela Bologna recién cortada (cortada con aquella vieja rebanadora manual de color rojo Ferrari, estas máquinas que con una mano hacías girar la manivela y con la otra recibías la mortadela bien cortada, mientras con un ojo mirabas al cliente impaciente y con el otro seguías controlando los cortes sutiles y perfectos de la mortadela) que iba a terminar en medio de un pan bien cortado a mitades. El pan era importante, solo dos variedades de pan tenían el privilegio de acompañar a la mortadela Bologna, uno era la “Montasú”, un pan blanco que era ver dos marraquetas que se cruzaban formando una equis y el cual muchas veces venia partido en dos, generando así dos marraquetas, el otro era la “Mantovana”, típica de la ciudad de Virgilio, con una base cuadrada que iba formando una pirámide azteca con terrazas de costra amarilla. El otro olor era lo del queso fresco, el “Latteria”, que podía ser de una cualquiera de las lecherías de los pueblos que rodeaban a Cecchini; las vacas eran de la misma especie y todas se alimentaban de la misma manera, a alfa alfa en verano y a heno en invierno. En realidad había un otro olor más, si ibas acercándote con tu nariz hacia el vidrio de la heladera que hacía de expositor, era el olor intenso a salame húngaro que se cruzaba con el olor a speck del Trentino. ¡Cómo olvidarlos! Abriendo la puerta del negocio y, aun antes de oír el sonido de la campanita que avisaba tu presencia, eran todos estos olores que te invadían, luego salía, envuelta en una cortina que parecía hecha de serpentinas para el carnaval, ella, la Ghighiuta.
Nunca la vimos sentada, detrás del mesón siempre lleno de delicias, la Ghighiuta estaba en continuo movimiento. Debajo del mesón, y siempre bien almacenadas veiamos las cervezas Moretti, los primeros yogures Galbani en sus envase de plástico amarillo canario, en una bandeja de madera el queso stracchino, las primeras mozzarellas y las salchichas alemanas que nosotros comíamos crudas. Con su eterno cigarrillo Muratti Ambassador siempre encendido, elegante en como lo agarraba entre los dedos de la mano y en como posaba la ceniza en el cenicero que estaba siempre detrás de ella. Poco encima de este mismo mesón y siempre bien distribuidas, estaban todas las marcas de cigarrillos existentes.
Un personaje que Proust debe haber conocido en algún lado, no sabemos cuándo, no sabemos dónde. Con una madelaine parisina o cecchinese no importa, con una elegancia que cuando joven podía haber sido charme. Su mirada solapada y controladora (también nocturna, sostenían los vecinos) no pudo haberle escapado al Marcel Proust de su Recherche. Cuando se iba con el auto al cementerio o al banco, o en algún otro pueblo para alguna comisión, era el tiempo biológico en determinar todo; siempre firmemente calculados el paso (creo que una operación a una pierna, debida a algún accidente, había marcado sus movimientos para toda la vida) controlando todas sus acciones, los gestos más simples: controlar lo que faltaba adentro de su elegante bolso estilo Gucci, revisar si los vidrios del auto estaban perfectamente cerrados, si el espejo retrovisor se encontraba en su lugar, encender un cigarrillos y prender el auto. Acciones que veíamos en los filmes de Godard y de Truffaut, o que íbamos imaginando leyendo e Robbe-Grillet o a Roland Barthes.
La Ghighiuta ha vivido también en Cecchini, y habrá sido suyo aquel negocio, la única tabaquería del pueblo, tal vez la vimos así, siempre con aquel cigarrillo Muratti Ambassador encendido entre sus labios, siempre con esta elegancia francesa, pero antes estoy seguro que la encontré en unos de los capítulos de la Recherche de Proust, sí, estoy seguro y quien lo leyó se acordará también en cual capitulo…
Maurizio Bagatin, octubre 2023
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