© Pablo Arza |
El agua, intensa, benefactora, incesante, se ha derramado sobre los cerros
Y los ha limpiado, los volvió más bellos, casi transparentes
Y el hombre que, como diría don Ata, es tierra que va, que camina
Se admira, se conmueve, se alegra, lo celebra
Porque ve en esos cerros bellos, limpios y transparentes
Un espejo de eso que va, de eso que camina, de eso que es su alma yendo
De eso que, yendo y viniendo, es su vida
¡Ay, mi amor! ¡Cuánta dicha procuran las montañas!
Se elevan como nuestras plegarias ante la majestad bienhechora
La majestad del sol, del viento, la luna, las estrellas, la música del agua
Esas cosas simples que moran dentro nuestro
Y que se van develando amables, virtuosas, el camino
Por donde transitar y compartir y regocijarse
Todos los días de la vida que van pasando
No hay secretos que descubrir: sólo sentirlas
Allí están esas montañas limpias, lúcidas, bondadosas
Para enrumbar tu vida, agasajarla, respirarla plena
Allí estarán siempre las montañas y esa certeza
Ilumina la huella y enseña, enseña siempre, que
No hay más belleza que la que está frente a tus ojos
Que no hay que dudar en aceptarlo
Que, si andamos y vamos, siempre volvemos
Y que, si volvemos, es porque la dicha
El amor, la fragua, el camino: es así, es verdadero.
Celebración de la serranía de Aruntaya
Ves que esa realidad caduca, intrascendente y hostil se derrumba, pero ellas no: la montaña no sabe de insensateces, la montaña desconoce la mezquindad, el odio, el dolor autoimpuesto, toda esa banalidad que nos domina
Ves que eso que sucede alrededor tuyo es la incapacidad de entenderse, de unir, de enlazarse, pero ellas no: son monolíticas en su presencia, se afirman, cada vez más, en su destino, se embellecen siempre -así pasen los años, los siglos, las eras. No van a transar
No serán nunca otra cosa más que ellas mismas porque si tienen un destino lo van a cumplir tajantemente: no estamos aquí en vano, te gritan; despiértate, abre los ojos, claman
Las montañas, mi amigo, son el espejo ausente donde mirarnos
En un mundo que sólo se ve a sí mismo, se escribe a sí mismo, se ve a sí mismo, se imagina a sí mismo como el centro y el destino de ese mundo, las montañas están ahí para que entendamos que no es así, que no puede ser así, porque si uno no adora a los dioses verdaderos, vendrán demonios a dominarnos, vendrán las opacas luces de la modernidad a secuestrarnos, vendrán los monstruos a decidir por nosotros
Ves que el destino es uno, indiviso, y es bueno y es maravilloso, porque es el tuyo
Ves, o deberías ver, que más allá de ese destino, no hay nada, nada de más nada, el vacío absoluto, la sombra perpetua, la insoportable búsqueda de lo fatuo, el daño, la miseria existencial y la muerte como desahogo
Entonces, ¿por qué te enhebras entre los hilos pulposos de ese día a día febril y atosigante? Dile al mundo tu verdad, y cuando lo hagas, nunca te arrepientas: las montañas, el viento, la luna, el río, serán tus testigos.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 1 de febrero de 2024
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