Márcia Batista Ramos
Hace dos semanas que el álamo empezó a derramar sus hojas anunciando la llegada del otoño que, oficialmente, empezará en dos días. Esta mañana me quedé mirando por el vidrio de la ventana de la cocina las hojas amarillentas que corrían por el patio arrastradas por el viento. Sentí que alguien me observaba también, levanté la mirada y vi que un par de ojos me espiaban más allá del álamo, antes del muro.
Aun temiendo perderlos de vista, me alejé de la ventana y salí por la puerta hacia el patio bañado por la luz de marzo, en busca del par de ojos que me observaban más allá del álamo, antes del muro.
Al acercarme sentí un escalofrío y por un instante, no se explicar, ya no los vi, simplemente no estaban ahí mirándome. Entonces, retrocedí sobre mis pasos y los busque con la mirada, porque yo los había visto un momento antes, más allá del álamo, antes del muro. Yo sabía que estaban ahí, como las estrellas que siguen brillando en plena luz del día o como esos cariños que permanecen a pesar de los años de silencio, yo los vi cuando estuve mirando por el vidrio de la ventana de la cocina… Por eso, sabía que era cuestión de recular, mantener la calma y esperar un instante para volver a verlos mirándome a los ojos.
Desanduve y paré en el patio, busqué aquellos ojos que me observaban cuando estuve en la cocina y así, no tan de cerca, los volví a ver sin necesidad de buscarlos, tan extraño rencontrarlos, como las despedidas unilaterales en los funerales porque parecía que me miraban sin verme, ya no me observaban, parecían cansados, sin brillo, como las operarias a la salida de las fábricas en las tardes grises.
Aquellos ojos perdidos, antes del muro y más allá del álamo, me inspiraban cierta ternura, como al ver la imagen del soldado que regresa a casa y abraza al hijo que dejó en el vientre y ahora lo mira con sorpresa.
Pensé en hablarles y regurgité esas ausencias que traigo conmigo, ésas que las palabras no traducen en ningún idioma que hablo. Volví a tragarlas, con ansias de hundirlas en lo más profundo, y, casi hablo de mi exilio voluntario, pero no había derecho a hacerlo, porque soy libre de regresar, lo mío no es destierro…
Quise hablar de todo lo que he vivido y que se ha derrumbado, pero, inmediatamente pensé, mejor sería hablar de lo que he soñado… Las palabras no salían como si algo sobrenatural me hubiese tocado. Entonces, miré fijamente para aquellos ojos cansados que a veces me observaban, a veces su vista se perdía, pero que estaban más allá del álamo, antes del muro, medio arrinconados.
Tomé aire y de un sólo soplido le dije, no sé cuándo llegaste, cómo entraste y desde cuándo estás ahí. No tengo idea si te hace frio, por el vientecito que pasea las hojas por horas enteras o si tienes sed.
Además, le dije, ahora mismo titubeo, no sé si debo invitarte a entrar, acercarme a ti o seguir a la distancia. Es que, de verdad, no sé al detalle, cómo sufren los estropeados, porque a mí, me rompieron de otra manera, trataron de derrumbarme cuando estaba por acostarme y cuando quisieron apedrearme, reuní ávidamente todas las piedras para tratar de hacer un castillo…
Sin alarde, me respondió que, es mejor mantener la distancia de todos aquellos que andan carcomidos por la vida, especialmente, si te observan más allá del álamo, antes del muro.
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