Márcia Batista Ramos
“Durante mi estancia en el manicomio pensaba ‘tienes que superar esto porque tienes que escribirlo’” Cecilia Domínguez Luis
Siempre tenemos cosas para escribir, ciertamente por eso, nos llaman escritores, hasta que nos acostumbramos a ser llamados así y creemos que realmente lo somos. Pero, cuando el agua sube hasta el techo y un poco más arriba, hasta que cubre el tejado, uno no encuentra las palabras para escribir. De repente, uno sabe que las palabras están ahogadas y los ojos que podrían leerlas, también están sumergidos… Entonces, uno no sabe si vivirá para intentar escribir.
La vida siempre apremia y mis manos frías buscan la tibieza de tu piel en plena madrugada de un día martes, como quien intenta retrasar el amanecer. No sé nada, no sé, no sé nadar, no sé nada y no sé nadar. La noche se extiende y se agranda mucho, mientras el agua no deja dormir y moja todo mientras sube rápidamente. Estábamos en plena carretera cuando vino el río y llevó la camioneta. Flotamos lentamente, hasta que un árbol nos detuvo. Amarramos la camioneta al árbol, mientras el agua alcanzaba nuestras rodillas, nuestra ingle y nuestro ombligo.
Mojado en la noche con frío uno no logra dormir, mismo que sienta sueño. Mismo que uno esté cansado y con sueño, mientras esta mojado en la noche uno no logra morir y tararea en el propio pensamiento Strangers in the night… No ocurre nada, tampoco el viejo Frank, con su sonrisa de marfil, viene a socorrernos.
Uno piensa en Dios, piensa en la Virgen y recuerda a papá diciendo que era obligatorio aprender dactilografía, inglés, bailar, nadar y manejar… No sé en qué momento me negué a aprender las cosas que podrían salvarme. Sé que no es su culpa, todo lo que no sé es mi culpa, mientras el psiquiatra siempre repite que no es un tema de culpa, que es un tema de decisión.
El agua golpea el metal de la camioneta como quien me golpea, mientras recuerdo que quien tiene fe no tiene miedo. Percibiendo en ese momento, que no logro dormir, tampoco la muerte viene acompañarme para esperar el amanecer. Tal vez, cuando me aleje en el tiempo y espacio, de esa noche tan horrible, comprenda mejor el significado de esta noche que no dormí, con la ropa mojada, en un rio que creció mucho y perdió su cauce. Tal vez, entienda que no morí.
Recuerdo las muñecas flotando frente a las escalinatas de la Iglesia “das Dores”, las sesenta y tres gradas cubiertas de agua y las puertas inalcanzables, cerradas en el día del Señor. Las noticias cuentan que abrieron las compuertas para que el agua de la lluvia se escurra de la ciudad y llene el río que va inundar a otras poblaciones en su trayecto. La catástrofe continuará y mis ojos seguirán viendo cosas que no sabían que podían ver, como el barro cubriendo los tejados y los cuerpos encallados en el lodo. Vidas detenidas en el tiempo recordando que todo lo que fue nunca más será.
La albura blanca que vestían las casas, los jardines y las arboledas ahora yacen bajo el agua, en el silencio que, eventualmente, es interrumpido por los gritos de uno de nosotros, los ahogados de las inundaciones del año del Señor de dos mil y veinticuatro.
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