Breve historia de dos cartas


Homero Carvalho Oliva 

"Las cartas son las mejores biografías que tenemos”, Virginia Woolf.

Encontrar una carta es como encontrar una fotografía antigua, es la prueba de algo que se vivió expresado en palabras y se constituye en una experiencia profundamente nostálgica. Mi hermano Bolívar encontró, entre los papeles de nuestro padre, fallecido el año 1989, dos cartas mías dirigidas a mi progenitor, fechadas en México en 1980 y 1981, respectivamente. Cartas de hace más de cuarenta años. La primera de 1980 es muy escueta, le informo que gané el Premio Latinoamericano de Cuento: “¿Qué le parece?, lo hicimos, papi, se abre una oportunidad”, le escribí feliz de mi hazaña, pocas palabras, similares al telegrama que le envié días después de saber que obtuve el premio; sé que mi padre disfrutó y sintió el premio como suyo, así me lo dijo años después.

La otra epístola ocupa dos carillas. He aquí unos fragmentos: “Tras la impunidad que nos brinda la literatura supervivo siguiendo esa hermosa tradición de perder el tiempo oficiosamente, compartiendo el tiempo entre un grupo de latinos que nos atrincheramos en este complejo país. Interminables discusiones coronan nuestros encuentros en los que nos empeñamos en hacer quedar bien a nuestros países: Si se habla de héroes ahí están Bolívar y Sucre (para todos), Tupac Katari para mí; si se habla de dictadores: Melgarejo regocija su espíritu en mis labios. De literatura, Franz Tamayo. De pintura, Gíldaro Antezana. En fin, cada toro a su corral y todos contentos”. Las imágenes de esas interminables discusiones de jóvenes que creíamos en un mundo nuevo vienen a mis cansados ojos: ¡Salud y revolución, compañeros! Aún sigo creyendo en un mundo nuevo, pese a tanto charlatán.

En otro párrafo le hablo del mar, de cumplir con “ese oculto deseo patriótico” de conocerlo; le cuento que la inmensidad azul se complementó con una mujer hondureña que amé en la arena dorada y que me enamoré de ella (¿Qué será de su vida?); más adelante le comento de unos talleres de literatura que pasé en la capital mexicana, le menciono museos, ballets, toda la gran cultura que, por los años ochenta, nos ofrecía esa megalópolis latinoamericana, “tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios”, pero no de la Virgen de Guadalupe, agregaría yo.

Al final de esa carilla le expreso mi deseo de terminar la carrera de sociología, una promesa que nunca cumplí y que le amargó la vida tanto a mi padre como a mi madre, a ella le pude resarcir la tristeza porque décadas después me vio salir profesional, él murió llevándose mi deuda al más allá. En esa carta me pregunto yo mismo: “¿La literatura? Poco a poco, he escrito otros cuentos, paso a paso, no hay prisa (vísteme despacio Sancho que voy apurado. Creo que me dedicaré a ella con más ahínco, mi gran problema: la carrera o las letras”, le digo en la encrucijada de mi vida, al final ganó la literatura.

En el reverso de la misiva le pregunto por mis hermanos; hablo de la lejanía, de la distancia y la soledad, así como de los libros de mi padre y cierro con un comentario sobre la colonia boliviana de exiliados: “Todos chismean y no hacemos nada en concreto”, me refiero a tumbar a la dictadura, digo que “somos vendedores de simulacros” y que ya estoy harto de “llegar al mercado de las mentiras y ponernos en la fila de los vendedores”.

Esta carta la volví a leer cuando me embarqué de vuelta a México, el año 2022, y, mientras escribía esta parte lloraba, mis lágrimas traían las sales del pasado, de lo que pude ser y no fui, de lo que soy y de lo que seré. Las palabras manuscritas tienen un poder evocador que está más allá del mensaje mismo, se presentan como fantasmas del pasado y nos emocionan. Lloré, mis lágrimas amenazaban con inundar mi hogar, no me importaba, en mi familia lloramos si es necesario; el llanto purifica la nostalgia.


*Publicado originalmente en Revista Cosas

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