Prólogos, prefacios, contratapas, epílogos y notas literarias a un libro


Maurizio Bagatin / Gafe Revista Literaria

Hay musgos, colas de caballo y helechos que siguen existiendo y se reproducen por esporas desde hace unos 600 millones de años. Hace 240 millones de años que las primeras plantas, las que llamamos hoy plantas primitivas, iniciaron a reproducirse por semilla. Estas semillas siguen conservando una testa, un endospermo y un embrión.

Desde que en 1440 Gutenberg inventó la imprenta con tipos móviles moderna, uno de sus trabajos más destacados es el conocido como la Biblia de 42 líneas, debido a que fue el primer libro impreso con tipografía móvil. Luego a casi todos los libros se les añadieron prólogos, prefacios, contratapas, epílogos y hubo por lo menos una nota literaria que los fue acompañando.

Juan Rulfo se enamora de una Lolita sui generis, Araceli, y le dedica una contratapa a su primera edición Bruguera. Son libros que quedan para siempre, Luna caliente es uno de esos libros, se pegan en nuestro imaginario y no nos abandonan, nunca. Era lector privilegiando en maestro Rulfo, en su silenciosa y penetrante lectura, quizás, iba buscando alguna trama que el ya no pudo avanzar, seguir escribiendo o, simplemente, era mejor leer en otros autores. En Luna caliente encontró aquel sopor, morbosa medicina a muchos males, supremo mal que no desea ningún remedio, sino el “instante de irreflexión” que permite cierta literatura.

Ernesto Ferrero intenta ir más allá del lenguaje; traduciendo alitaliano el Voyage de Céline intenta retorcer a la palabra que se funde en otra palabra, creando así lo que Céline intentó con “su francés” de la calle, la voz callejera del día a día, con aquel puntillismo hecho de colores y humores, de brillos y estupores. Céline, naturalmente. Trabajo paciente lo del maestro Ernesto Ferrero, laborioso en buscar una traducción precisa, en ofrecernos una obra que en pocos idiomas alcanzó esta tan plena afirmación, como lo logró con el francés popular, de la calle, de todos los días.

George Orwell nos transporta donde Jonás, donde Pinocho, donde el metabolismo está permitido a quien no deja nada, porque nada es todo y la sola palabra acompaña moros y cristianos, héroes y villanos. Una “atmosfera mental” de una sola época, la que no fue nunca banal. En aquel vientre todos viven y nadie trabaja, y Orwell consolida que las buenas novelas la escriben quine no tiene miedo: Henry Miller, por ejemplo. Y luego nos deja entrar, Anais Nin, o un cuadro de El Greco, la importancia de que su valor es sintomático.

Virginia Woolf se fue con Robinson Crusoe: “…también nosotros tenemos nuestra propia visión del mundo, lo hemos construido a partir de nuestra propia experiencia y de nuestros prejuicios y está estrechamente unido a nuestras propias vanidades y amores”. Daniel Defoe está tranquilo, un tal Coetzee narra la historia del capitalismo, mientras una mujer hablaba de vanidades y de amores.

Es la violencia que antes describió muy bien Luis Alberto Sánchez en su prólogo a la primera edición boliviana de Aluvión de fuego, publicada por Ediciones Altiplano. “La guerra siempre adopta, al principio, un acento deportivo. Los enamorados se enrolan gustosos por sentirse héroes; los mozos, por desarrollar energías; y todos se envuelven en palabras sonoras, en declaraciones pomposas…Sin embrago, la nueva generación americana sabe que el nacionalismo verdadero no está en guerrear entre nosotros, sino en unirnos para oponernos al enemigo común, que está adentro y fuera: en el imperialismo y en las oligarquías”. Y es la violencia que retoma Carlos D. Mesa Gisbert en la edición de Plural: “Novela brutal, como brutal es la historia de Bolivia. Novela que tienen al Chaco y la guerra (1932-1935) como una gran sombra que envuelve personajes, historias y paisajes, la gran sinrazón que nos condujo al holocausto”.

El hombre hace la historia, pero no sabe qué historia está haciendo. A veces se desata una polémica, otras veces una guerra, un duelo en el mejor de los casos. Corren balas, o todo va terminando en sótanos de bibliotecas donde solo algunos ratones de 2 o de 4 patas van transcurriendo sus días. La historia es materia para ingenuos; la historia es para profetas que miran hacia el pasado.

Antonio Tabucchi abre un baúl y con su esposa va revisando uno a uno todos aquellos personajes. Le va buscando también un lugar y un momento histórico. El lugar mas adecuado y el momento histórico mas apropiado. Un espacio y un tiempo en lo que fue el “siglo corto”. Los tradujo a todos, si por traducción se les puede dar nombre al darle vida. Bernardo Soares tuvo que vivir todos esto y muchos desasosiegos más.

Es René Zavaleta, con su prosa en hacernos entrar en Sangre de mestizos del “Chueco” Céspedes. El poeta es el prologuista: “…la realidad en sí no existe, la realidad es siempre según el hombre”.

Los dos mundos que leen Jean Paul Sartre y Italo Calvino en Cristo se detuvo en Eboli, de Carlo Levi, son paralelos: en uno, Calvino demuestra la presencia de otro tiempo al interior de nuestro tiempo y en Sartre se revela que el universal que vive Carlo Levi es reducirlo al singular. Que escribiendo es comunicar lo incomunicable: la universalidad singular.

Queda lo que solo Cesare Pavese, en aquellos años podía lograr extrapolar de Moby Dick: el Mito y la fábula. Lo misterioso en el Capitán Ahab, en el blanco de una ballena, en el bien y en el mal. Luego, solamente en Bartebly, el escribiente. Pavese hace un trabajo que pocos lograron entonces, penetrar el Mito y leer la fábula. No era un trágico, pero conocía el camino de la tragedia, el inglés de la gran literatura norteamericana, Edgar Lee Master y lo que era “un hombre entre los hombres, sofocado por pequeñas miserias y alegrado por pequeñas alegrías”.

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Publicado originalmente en GAFE REVISTA LITERARIA (06/06/2024)

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