Apuntes de año moribundo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER

Tengo el tema de la novela. Está avanzada al menos en 150 páginas. Escabrosa, terrible, espantosa. Debo ahora rodear ese ambiente ruin y cruel de belleza. Hacer lo de El Bosco y Goya, lo de Daumier y Ensor. Tarea difícil, pero aparte de no imposible, gratificante. Me he puesto enero del próximo año como inicio serio. Este dos mil veinticuatro ha sido tiempo de acomodo, de penar a momentos. Resolver minucias necesarias con ánimo de que no tornen en tragedia. Primero, antes de encarar la larga narrativa, deberé terminar mi libro sobre la guerra en las estepas. Intentaré penetrar a Ucrania para realizarlo. Otra vez, no es imposible y la obra está casi lista así no termine el conflicto cuando haya cerrado sus páginas. Luego Cochabamba a Denver y de ahí al mundo. Sarajevo, Belgrado, Poznan, Tashkent como puntos clave pero ni definidos ni definitivos; seguiré el flujo de los acontecimientos. Hay muchas otras ciudades y países en lista, por cierto, abarcaré lo más posible en el lustro que asoma.

Denver… siempre que puedo conduzco el auto por lugares icónicos del pasado. Lo hago sin nostalgia, sintiendo el buen aire que traen consigo. Es bueno recordar. Manejo repetidas veces por la calle Clarkson cuando voy al centro a visitar a mis hijas. Al pasar vi al vecino sentado en aquella bella terraza pero no me detuve. Eran muy buenas conversaciones las nuestras: sobre Borges, la época isabelina, de Ana Bolena de quien alegaba descender. Me pasa con otros amigos. A algunos he telefoneado. Pedro, que está entre La Habana y Barcelona, un par de bolivianos, gente con la que compartí treinta años de trabajo. El personaje de mi novela anda desaparecido aunque lee mis notas en redes sociales. Vivo está, escondido, nada extraño de acuerdo a la vida que llevó. Tengo suficiente material para proseguir; el resto lo invento. Camiones de Amazon, color azul gris, en cada calle. Me pongo en memoria detrás del volante y recorro Colorado de nuevo, fotografiando. Noches de lobo color en las colinas de Parker o Aurora, ni una luz alrededor, guiándome solo por el satélite hasta encontrar fincas metidas en donde no se veía nada. Con temor ya que los gringos son de gatillo fácil, conservan el vicio pistolero y dentro de su propiedad pueden matar con impunidad. Entonces, entregar un paquete a casi medianoche no era de lo más agradable. Ponía todas las luces posibles, parecía un festivo camión del filme Bye Bye Brasil (Carlos Diegues, 1980) para contrarrestar el riesgo. Muchas veces las entradas tenían grandes carteles: “Si puedes leer esto significa que estás en la mira, te estoy vigilando”. Locura nacional, de la que no se libró el gran Hunter S. Thompson, que ponía ametralladoras en sus ventanas. El miedo es el gran drama norteamericano. Muchas razones existen para explicarlo, pero en el instante lo que interesaba era minimizar la posibilidad de ser asesinado mientras cumplías tu labor.

No únicamente inmigrantes hacíamos el trabajo de choferes sino mucho trabajador local. Bellas muchachas que pagaban sus estudios, la hermosa Vira nacida en Crimea, otra morena alta con cuerpo de modelo que parecía española siendo irlandesa, mi amiga Dana de cuarenta y siete años con magníficas piernas y un marido coleccionista de armas, asustado también con la oleada oscura que sube. Extraterrestres.

Acaba de llamar mi hermana Alicia para que la acompañe a oficinas en el condado de Arapahoe. La última vez que estuve por allí fue en el centro de detención de la avenida Potomac y después la cárcel, como de película, con patio interior lleno de reos y varios pisos de metal. Traje naranja, que azul es para rateros, compañero de celda menos raro que yo; un indio de las praderas se acerca y me pregunta si soy apache. Observo, detalles que serán únicos para mi literatura, puedo inventar por supuesto pero basado en la experiencia. Mi carnal chicano, peluquero y maricón, pagará la fianza. Por unos días me iré con los trabajadores del delicatessen a vivir en una casa rodante en la esquina de Alameda y Federal. Trailas, las llaman, de trailers, anglicismo proveniente de una antigua migración. No ha sido la única vez entre rejas. Papá decía: “Tan bajo has caído, hijo”. Me avergoncé, rodeado de personajes de infierno, mientras lo miraba. Luego bajé con él, escaleras de la cárcel cantaban Cuco Sánchez e Irma Serrano, apodada la Tigresa y a quien si no yerro José Alfredo Jiménez le dedicó Si nos dejan. Gradas, con Joaquín a pagar multa de dos bolsas de cemento por los dientes que le destruí al tipo que nos chocó anoche. Me queda la cicatriz en la ceja derecha cuando golpeé la cabeza dentro del Toyota y me rompí la frente. Lugar de mucha sangre, el frontal, así que estaba decidido a matar al cabrón. Desde entonces sonríe a medias. Pena no me da, orgullo tampoco.

Setenta grados. Subirá a cien. Denver es tórrido como polar, extremo. La belleza de la nieve no aparece cuando trabajas a la intemperie, con hielo enemigo y el desastre acechando en mil e inesperadas formas. No hay romance proletario. Labor y comida, el clima apenas detalle en la retahíla de inconvenientes. Paz, cuando a las dos de la mañana calientas el auto entre dos grandes basureros. Huellas claras de conejos saltarines. ¿Venados aquí? Restos de café hirviendo sobre la mesa, escarcha en los vidrios de la sala, muy suave Leonard Cohen para no despertar a la gente. Me pregunta la muchacha si puedo ser su hombre. I am your man.

Observo el balcón cubierto del segundo piso. El fantasma hembra sigue allí, siempre atareado. Alguna vez desvía los ojos de neón azul hacia mí. Tres años que nos conocemos. La oigo, la oímos, vagar por los escalones de esta inmensa mansión construida con argamasa de esclavos. Pero ella es blanca, su piel no contrasta con las opacamente iluminadas paredes, se une a ellas. Abundan espectros por Capitol Hill, desde el viejo cementerio Cheesman a jardines centenarios y silenciosos. Un barrio que he llegado a amar, donde la soledad de seis años se convirtió en lujuria de arte. Dostoievski hubiese sido feliz aquí. Hablando de él, en mis notas luce notorio el nombre de Kazajistán. Imprescindible ir. No a la opulencia de Astana sino a la melancolía de Pavlodar.

Volviendo a la novela. La tengo bien fundada en la cabeza a pesar de la discusión personal sobre la forma. Retorno a los pintores nombrados, a conciliar martirio con jazmines. ¿George Grosz, Otto Dix? En el sentido de parodia, seguro; en el de sarcasmo. Algo que tenga la furia de un tornado agobiando Kansas y la calma de un cuadro de Max Liebermann; escarlatas troncos de Vlaminck junto a un risueño río de Corot. Pintar, no escribir.

Preparo la mañana, a hablar de inmigración con la peluquera Rosy. Le robaron su niña en México y jamás apareció. Nunca para de llorar. Los caminos de mi libro atraviesan desiertos cubiertos de desgracia, el polvo ha salido desde Mictlán. Jennifer dibujaba al dios cadavérico sentado en 1991. Péndulo entre la obsesión de la muerte y encandilarse con el sol.

01/08/2024
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Imagen: Arte popular mexicano

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