Douala es un infierno. Aquí descubrí que el aire acondicionado iba a volverse el aire imprescindible. De puro nos quedaría solamente nuestro afán en respirar y sudar, el resto quedaría todo deshumedecido por un mecanismo eléctrico. Se llevaría hasta la humedad de nuestros ojos, nuestra mirada más profunda, dejándonos un seco y abrumador imaginario. Hay interminables filas de palmas aceiteras, bordeando el mar infinitos cocoteros, al frente piñas, bananos acompañan el viaje psicodélico. En África nadie se queda nunca solo.
Las mujeres cargan verduras y niños, los más grandes entre ellos vacilan con sus cargas: agua de coco, batones de mandioca, en sus cabezas canastas bien cargadas de guineos. Se madura por necesidad y se envejece por obligación, se vive demasiado o demasiado poco, sin vivir plenamente. Miramos la niñez y las mujeres, el mundo tribal que sigue firme en bailar makossa en cualquier “boite”, hasta que un gallo reviente la modorra del paisaje periférico. Noche de convites sumergidos en libidos efímeras. La música sigue el ritmo de este mundo, donde nunca habrá frialdad: si son tus ojos en ver toda esta irrealidad, así tan real hasta recordándonos que la memoria es una ciencia, pero nunca una ciencia exacta. Los animales de la selva se retiran, inmensos, desafiantes y tristes a las miradas de la espeluznante incursión. Quien los llama salvajes, quien los explota, ya nadie los deja libre a su impura desolación.
Yannik Noah mira el horizonte desde una cabaña de dos pisos. Treinta años me separan de esta arena blanca, imperfecta y escurridiza entre mis manos pálidas. Al palparla nuestras manos van imaginando la materia como algo insostenible, incongruente frente al mar que la absorberá.
Un pescado a la brasa con sal y limón, el plato de ndolé hoy no está previsto, es domingo y las costumbres van cambiando rápidamente en este limbo de playa, como en cualquier otro lugar del mundo. El aire es transparente y silencioso, seco, quita el calor y aumenta la sed. Echado en una hamaca recuerdo los ojos blancos del grande animal, la furia de la noche del festín, mis miedos y mis dolores desvestidos con la escritura. Divaga también Cyprian Ekwensi: “…le parecía que el anciano estaba reviviendo su juventud, una época en la que había pocas carreteras y vías de ferrocarril, y en la que los hombres blancos vivían gracias a la quinina y morían en febril pantanos”.
Se abren los ojos, unas cervezas 33 bien heladas y luego ginebra que remplace al peligroso odontol. Si conduces durante la noche se detiene el tiempo, el paisaje se mimetiza, nada corresponde a nada, la luz se ausenta, cruzan el camino serpientes hipnotizados por los faroles, insectos que nunca lograrás describir, una entera enciclopedia ilustrada para Livingstone.
El camino a Kribi es ver la vida que fluye, pasaje a este, Édéa, Calyxthe Beyala gritando a “los últimos” para que se levanten, a todo el mundo para que no olvide. Anoche soñando a Sankara vuelvo a recorrer el mismo camino. El olvido de un África en las cenizas de las palabras de Kapuściński, cuando la noche y la negritud convierten en poesía la música interior, el animismo, el ritmo que corre por las venas, el canto de Senghor: “Il est mon sang fidele qui requiert fidelité/Protégeant mon orgueil un contre/Moi-même et la superbe des races heureuses…”.
Maurizio Bagatin, agosto 2024
Imagen: León Crastec, Mapa ilustrado clásico del África occidental,1950
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