Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER
Perejil picado, mejorana picada, huevos, limón, pan molido, carne para milanesa, ajo, sal, pimienta negra, pizcas de cúrcuma y paprika, primera cocina después del cuerpo cortado en dos, justo a la cintura, sin ser críptico… Pronto el arroz español, amarillo, la ensalada de lechuga romana, tomates roma, discos de cebolla roja y el almuerzo de un domingo de agosto sin viento va moldeándose, aireando puertas y ventanas para el calor de Denver. Mostaza común, vinagre de vino tinto, aceite vegetal y aderezos. Sé que el próximo agosto no estaré aquí sino muy lejos, adentrado, concentrado, en arenas y pasos que conozco de memoria tanto haberlos preparado.
Me cuentan que baja viento frío de la cordillera por las faldas de Apote. Lo conozco de las excursiones juveniles, cuatro muchachos asustados, metidos dentro de una carpa azul delgada, frágil, aislada en la noche de los karisiris. Por entre los qhewiñales silba, parece que llama, espanta pequeños zorros color de tierra. Se mueve, siempre la que más se mueve, la sombra, incluso entre el concreto y las luces de farol. Pequeña fogata que apenas se verá desde la distancia de Cochabamba; alrededor conversamos, nos contamos absurdidades de los quince años. Una abierta lata de atún y pan donde untarlo. Sardina, picadillo, más atún, pito, tostado, alguna vez charque. La montaña parece mayor de lo que es. La subiremos por herraduras de mula, hasta encontrar el valle de la papa, Chapisirca. Golpearemos la puerta de la escuela y maestras rurales nos permitirán acampar en el patio.
Una moteada trucha solitaria pasea por el cañadón. Adolfo la elimina con un golpe de palo. La freímos bajo la luna al alcance de la mano. Luego sorteamos espacios para dormir. Nadie quiere los costados por si anida en ellos la mano congelada del horror.
El río no está lejos. Traemos agua helada para prepararnos té. Recuerdo, mientras hablamos virtualmente con una amiga en Cuba. La Habana, Denver, la misma ola de calor. Tirado en cama, con dolor, trato de no hacer movimientos bruscos. He pensado en las lecturas del I Ching que me hacía María Renée, la búsqueda constante, hasta desesperada, de no perder lo ya perdido. Y ahora, claro, en la mente habita el azote de las olas contra el malecón, el increíble mojito preparado en el Hotel Nacional, vaya joya de construcción esa, lleno de turistas. Ligia conmigo; Roberto Burgos Cantor y su esposa. Nuestra mesa ubicada justo sobre el peñón mirando el mar oscuro. Yerba buena. Roberto suelta anécdotas de Álvaro Mutis, lo de Gaitán, el Gabo, Jorge Zalamea. Mucha cosa oírlo conversar sobre la negritud con Fornet y Zurbano. Aprendo. Ojos y oídos abiertos; con Becerra acerca de Carpentier y Lezama. Roberto murió hace unos años y venero con respeto y cariño sus libros dedicados. Testigo privilegiado e inteligente de su tiempo.
Mojito pero no revolución.
Nosotros y las estrellas. Tiesas pieles de cordero servirán de cama cuando vayamos más adentro persiguiendo la selva. En Torreni y Chachacomani, sucias cortezas de borrego y phullus que han perdido forma por el uso. Mote de haba caliente; me gusta comerlo con cáscara. Quesillo duro, con los dedos del dueño de casa bien marcados en su superficie. No vamos tras del oro, al menos yo. Oro es el silencio, inmensidad del callado cielo. Pensar que los padres duermen, muy lejos, y no rezan por su hijo porque no quieren rezar. Ni yo tampoco.
Se desconecta Yoanis. La isla del caimán va a la deriva, ya no la veo desde el avión. Pruebo una esquina de carne cruda porque creo que a unos cuantos asados olvidé ponerles sal. Doy vueltas al moledor de pimienta, la paprika que uso es húngara en serio y ha sido ahumada. No es mi casa y debo buscar detrás de los pocillos que tengo a disposición. El domingo crepuscula, duerme ya casi, mi hermano anuncia que varios de mis cactus enanos se han secado. Faltan dos meses para mi retorno. Los reemplazaré, placer aparte el de escoger entre tanta belleza natural.
Baja el viento por Apote. En una curva saliendo de allí ya se veía la torre de El Paso, la más antigua del valle, encrucijada del Tupuyán. Cada mujer que tenía, mujer que traía por aquí. Especie de rito quién sabe, pero amarlas entre piedras y eucaliptos fue especial. Décadas después una de ellas me mostró hojitas de molle que había puesto dentro de un libro rememorándolo. No lloré ni desgarré los velos de la historia pero me gustó, sobre todo siendo el día después de una noche secreta. Paco Ibáñez cantaba Andaluces de Jaén.
Altiva aceituna verde.
Sal casera. La sal del Himalaya parece hecha de pálidas amatistas.
Caminamos por La Habana, muy poca luz. En un boliche cualquiera bebemos café renegrido. Y matizamos con ron añejo de Santiago. Ya son varios libros que acumulo en este viaje, cuestan menos que una cerveza o un pan. Páginas de la historia de Michoacán, crónica de los tarascos. Hay un sutil murmullo sobre las ruinas de las mansiones asediadas de El Vedado, palacetes convertidos en conventillos. Sonido de gente que escarba, que intenta hallar en la vida un refugio de esperanza. Tus ojos enfrente de la ventana abierta brillan en el vértice superior, como gato salvaje de la jungla, como vientre de hormiga tucandera.
Freír un minuto por lado hasta hallar el perfecto matiz tostado de una buena milanesa. La familia brinda con vino, no puedo aún beber y en realidad no tengo ganas. Leo que murió el hombre más bello del mundo. Alain Delon en Borsalino, donde más lo recuerdo, con el infaltable Jean-Paul Belmondo. Entonces si hoy ha muerto la belleza qué nos queda. Pira funeraria de todos los azares. Quiero tener un terno de aquellos, oscuro y a rayas. Consultaré con un sastre. No para emular a Delon que no podría, ni siquiera por una época que no fue ni peor ni mejor que otras. Asuntos de promesas personales de juventud. Murió a los ochenta y ocho, cuánto me queda, demando. Tal vez tenga más dedos que esa hora vil que se aproxima. No es cuestión de enloquecer, de ofrecer a las divinidades lo que carecemos, el vacío. Comprar tiempo. A mi manera fui un doctor Fausto, a mi manera me llegará el resto.
Sylvie Vartan canta. Prefiero Fréhel. Con Jenny y su esposo francés seguimos con el dedo las sendas de Borgoña y encontrar que ellos viven a veinte kilómetros de donde supuestamente se originó mi familia materna. Borgoñones… Schwob contaba de ellos. Incertidumbres, vahos, humos históricos. Margarita reina, de la estirpe de los Capetos. Que tengo cita allí con mis fantasmas lo aseguro. El cuándo se dirá, planes que hay que hacer en cuanto fallezca el dolor.
Pasta de atún peruano sobre pan chamillo. Compartimos el azúcar. Té de medianoche, memorable. En ralo boscaje de arbustos jóvenes sueñan con la aventura. Será tan grande como trepar cuatro mil metros y seguir kilómetros hasta encontrar las hojas.
Páginas de historia francesa. Trago de agua y pelar manzana verde. Afirman que se duerme bien. Pero no duermo desde 1986, sin mentir. Regresaré el domingo por la tarde, mi perrito correrá ladrando feliz. Sucio, mal dormido mal comido, tendré la dignidad de un apóstol, la insólita medalla de humo de explorador impenitente sin ser del todo cierto.
Momento extraño, privado en buena medida de movimiento. Leyendo y leyendo de memoria sin libro físico. Escribiendo, jugando con el estilo. No tengo veleidades de fama. Deseo sobremanera hallar el punto de partida de algo que sea significante, nada que se parezca a mi nombre impreso sino algo concreto, un tálero imposible de pesar. Aguardo la mañana en que me levantaré liviano. Todavía queda la posibilidad de que no sea así, pero, de serlo, la nao estará lista con su carga de uno, tal vez de dos si te ubico.
El mar de Magallanes carcajea horrísono en el extremo de la tierra a la que pertenezco. Podría desistir y aceptar el bucolismo cochabambino de comer y dormitar. No, no hoy, al menos. Los platos salieron perfectos, la mezcla de colores sin par. Sabor de cada continente y sol de sentencia. Algún transiberiano hace sonar bocinas de viaje. A orillas del mar, en Portsmouth, trina en angélico canto.
El pintor Turner coloca con violencia una ventana de fuego sobre el lienzo y sobre ella me arrojo, al auto de fe personal al que me someto.
Conversaré con mis sombras en unos instantes. Apagaré la luz y la noche se iluminará de teléfonos. Una vez más, otra semana ya sin esperar nada. Esperando todo.
“Remontant le Danube, dévalant les Carpates”, en la voz de Saint-John Perse.
18/08/2024
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