Leí una novela hace veinte años atrás, El dolor perfecto es una novela casi perfecta. Las colinas toscanas siguen moldeadas con el carácter de su gente, irreverente y fiera, carácter de Maquiavelo, fortaleza esculpida con el mármol de Carrara. Hay Bakunin que espera ser príncipe después de una aventura, el más firme, Malatesta, hoy no reconoce que una sola libertad, la del hombre que se ha puesto sus reglas. Rostros sudados de mujeres que hoy extrañamos por sus eternas bellezas. Rafael Sanzio desde una ventana las observa, concentra en su tremendo iris el estado de ánimo y la suave piel que estremeció a Giotto. Me pongo a leer un párrafo: “L’Annina si voltó, vide la madre e il fratello assopiti. Di sopra il silencio, di sotto maiali. Pensieri, fantasie e cose sognate, ma anche realtá, il sangue, l’odore dell’uomo. Parevano opposti, eppure, quel giorno, lei li sentí uguali. Due facce del mondo, materia e astrazione. Merda e ragione con cui siamo fatti” (La Annina se dio la vuelta, vio a su madre y a su hermano dormidos. Por encima el silencio, por debajo los cerdos. Pensamientos, fantasías y cosas soñadas, pero también realidad, la sangre, el olor del hombre. Parecían opuestos, sin embargo, ese día, ella los sintió iguales. Dos caras del mundo, materia y abstracción. Mierda y razón con la que estamos hechos). El dolor perfecto está todo encerrado ahí, y con el mismo dolor se fue Ugo Ricciarelii, novelista “del siglo pasado”. No a todos les toca el mismo destino, cantar historias alrededor de un fuego, narrarlas frente al pelotón, y siempre recordando con el último aliento en cuerpo. Fuego y luz que atraviesan el milagro de la vida.
En Forte dei Marmi existía una locanda, un local que se soñaban los de Viareggio, ahí el vino era fuerte y era triste, su color era rubí y era claro como el mar en enero. No recuerdo el nombre de este antro perdido, alguna nobleza algún día terminó sus días en aquel lugar, bebimos hasta el alba al canto de unas sirenas anárquicas. Fieles a su destino, fieles a su canto, y nosotros amarrados a la columna sorbiendo la última miel antes de navegar por los mares del sur. Livorno y Pisa nunca fueron buenos amigos. Esta herida toscana va prolongándose en el tiempo, a cada curva hay una pincelada nueva, extrovertidos poetas y funambulescos pintores, después de Dante, el solo atrevimiento de Dino Campana ofrece escalofrió a toda la poesía. Tomamos hasta la última copa, antes que el frio invierno nos arrebataras hacia el infierno de los vivos.
¿Existirá, me han preguntado, el dolor perfecto? Existe, como existen todas las cosas, las que seguimos buscando y las que algún día se transformaron: “…suo padre, che fu in Francia, in Svizzera, in Inghilterra e in molti altri posti lontani, cercando qualcosa che ognuno cercava ma nessuno sapeva dove fosse” (…su padre, que estuvo en Francia, en Suiza, en Inglaterra y en muchos otros lugares lejanos, buscando algo que todo el mundo buscaba, pero nadie sabía dónde estaba). Cuando los italianos buscaban un trozo de vida junto al pan, y ahora que la memoria ha perdido su esmalte y el olvido hace de patrón. El dolor perfecto es una sensación de pureza, lavada con la sinceridad. Las colinas ahora están oscuras, ha calado la noche y la luna alumbra los olivos, la última casa encima en la altura, la imagen de la Annina que mostraba a todos los niños la invención más grande y más hermosa de la historia de la humanidad, la máquina del movimiento perpetuo. Y yo que en la Paris donde trabajé de albañil la vi un día en un cuadro de Max Ernst: “La grande roue orthochromatique qui fait l'amour sur mesure”, ahí estaba, encerrado en su mecanismo, el tiempo, el espacio y el amor. Como en la novela de Ugo Ricciarelli, “la sangre y el olor del hombre”, del mismo hombre de siempre. Obnubilado e incrustado en sus lenguajes y en sus silencios. Miguel Angel lo extrajo de la piedra, del mármol, tartamudeando en el camino, ciego a su retorno, siempre lucido con la materia informe e insegura. Firme en su obra de arte.
Las novelas tal vez no tendrán su digna herencia, sin embargo, la poesía podrá algún día desvelarnos un secreto, lo de Epicuro y de la belleza griega, lo de su irrebatible verdad.
Ahora con el espejismo del crepúsculo se trasforman los colores frente a mí, negras las amapolas y blanco el trigo, el olivo más verde es gris, el vino más tinto desaparece en la copa, como en una poesía de Mario Luzi: “Ed i giorni rinascono dai giorni/l’uno dall’altro, perdita ed inizio,/ cenere e seme, identitá nel cielo.” (Y los días renacen de los días/uno del otro, pérdida y comienzo,/ ceniza y semilla, identidad en el cielo).
Maurizio Bagatin, agosto 2024
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