La Paz, ciudad imaginaria. / Fotografía: Pedro Szekely (Flickr). |
Maurizio Bagatin
Irene era su verdadero nombre. Una imagen estupefaciente creada desde el borde de la meseta que va abrazando una ciudad siempre imaginaria. Se ve y no se ve. “Tomate este sol rojo y vamos caminando hasta su génesis”. Caminando hacia atrás, como un historiador o como un poeta, íbamos dando un paseo psicodélico que solo esta ciudad podía ofrecernos. “¿Dónde inicia y cuando termina la ciudad? Como el efecto alucinógeno, hay que esperar y tener suerte…”. Lo ilusorio son todas estas lucecitas voraces que brillan pegadas a una pared tan frágil, que el solo soplo del aire altiplánico hace temblar. Es musical este viento y danzan miles de bailarines orquestados por un hipotético Cervantes.
Recordaba los paseos por la Garita de Lima, buscando algo que llegaría desde Lima el mismo día. Un perfume bien falsificado, algunas prendas nuevas que darían color a la fiesta. Porque es siempre la fiesta la que define, la que decide, la que destina. La fiesta es la fundadora de esta ciudad. Irene eufórica en este mes de la Virgen del Carmen, fría como nunca, como siempre, en este tu mes que a todos los calendarios miente. Y retornábamos siempre con algo de nuevo, y siempre con algo que no habíamos previsto comprar, siempre con algo que no necesitábamos. Valía el paseo, subir y bajar de un colectivo, las gradas, sus calles: “…recordarte siempre como eras mi Irene querida”. Luego vendrían nuevos paseos y Chuquiago, que te desplazaría.
Fuimos un día hasta el Cementerio General solo para ver la cola de gente, unos se servían truchas gigantes, otros robaban serpentinas a las vendedoras de la esquina y se iban a emborrachar en el Mito y en las leyendas, efectos mágicos de una Señora ya mayor, devota a los saltimbanquis que llegaban de Inquisivi, hablándonos varios idiomas y trayendo grandes cantidades de frutas. “¿Cuándo terminará este dulce efecto?”. El sol sigue quemando y ya siento el frío que llegará esta noche, noche de sombras poéticas y de fantasmas vivos solo en nosotros. Esta Señora es Irene, su majestad y su señoría ya tiene un nombre: “paz de Dios” entre los pecadores cristianos, y nombre sagrado en un lugar antiguo de Grecia, Tesalónica. “¿Quién te bautizó así?”. Lo cierto son tu luz cristalina y tu aire puro, y el enigma que logras siempre trasmitirnos: “¿tendrás tu locura o el ser cuerda es la misma aventura?”. Explosiones y profundos silencios, la juventud está arriba mirándote, asombradas e incrédulas, tienes muchas historias que contarnos, a cada paso una memoria aparece, se retuerce y luego reaparece. A veces parece descansar sobre las venas eléctricas que fluyen cársticas bajo lo más profundo, que es siempre tu piel.
Cuando te vimos desde arriba la primera vez, lo juro, nos alteramos un poco. Vimos el amor de los poetas del sorojchi, sentimos el odio de los soldados yendo a la Guerra del Chaco. Cuando bajamos, nos alteramos aún más. Y es de día cuando no sabes callar para nada y de noche cuando no dejas que nadie se apague, dejaste en nosotros el deseo de penetrarte, mientras más nos acercábamos y más te replegabas. Irene en el nombre y en la historia que alguien un día fue narrando. Willy, quizás, en un momento de euforia, como el que vive la ciudad en el mes de julio. O Miguel, ciudadano avant lettre con sus vivencias alucinantes. Las narraciones de sus insomnes cronistas, extrañándose y desdoblándose para adquirir una máscara del Jacha Tata Danzanti perfecta.
Irene eres una urbe dantesca, con su fauna caleidoscópica, desesperada y feliz, una multitud siempre pujante y que nunca duerme, eres una polis clandestina muy cerca al cielo azul.
Irene, no sé aún si te conocimos, tal vez no sabré nunca si algún día estuvimos ahí contigo y ahora solo sé que fuiste una vez Irene, La Paz.
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Publicado originalmente en 88 Grados (septiembre 2024)
https://www.88grados.com/articulos/552_fuiste-una-vez-irene-la-paz
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