Buenos días, Oscar Wilde


Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER 

Buenos días, Irina. Diciembre del 2024. Pronto el cumpleaños de mis padres. John Lee Hooker a las siete de la mañana. Café instantáneo, horrible, pan negro con pasta de hígado. No la horma de pan alemán que traía papá de la calle San Martín y que pesaba casi un kilo, sólido, compacto, delicioso. Judío-alemán, contradicciones de la historia, El club de los parricidas de Bierce, El funeral de John Mortonson…

Anoche te paseaste por casa por horas. Con la puerta cerrada podía escuchar ruidos de tazas, sigilos de sábanas, ventanas abiertas. Quisiste hacerme creer que estabas muerta y que tu espectro inconcluso se despedía. Viva estás, no sé si mucho o poco, pero desayunada y duchada. Perecidos mis perros, Choky I y Choky II, a ellos sí que no veré de nuevo. Te ignoré, sorbí la fría manzanilla, leí un poco, me rocié de rusos muertos como de agua bendita y disparé un tanque rebelde en contra de las edificaciones de Homs. Hace una década escribí acerca de ahorcar a Assad. No sucederá, ya lo sabemos, pero al menos este flemático asesino se pudrirá en oro lejos de su reino, con su puta occidental y sus maniáticas crías del averno.

Recurrente en mí el filme Wilde (Brian Gilbert, 1997), no solo porque me gustó tanto, ni la gran actuación de Stephen Fry, sino porque se inicia en Leadville, montañas de Colorado, en donde regentaba un café, el New West Café, con mi cuñado. Lejos de intentar siquiera una aproximación con la debacle del poeta irlandés, pero recuerdo la celda de la cárcel de Leadville y todavía duele el golpe brutal que con laque de palo me aplicó la policía en la baja columna para despertar mi ebriedad. 24 horas de luz roja; a su modo, la prisión es un burdel. Bajo esa luminaria de crepúsculo barato leí los viajes de Marco Polo y conversé con otro preso mexicano que pagaba su cuota limpiando el pequeño recinto. Me enjuiciaron, prohibieron contactos, dos años de “probation”, presentarme cada mes a declarar ante una atractiva gringa uniformada acerca de mis actividades presuntamente delictivas. Se hundió el café, el guiso de fideo picante, fideos uchu que vendía muy bien a un turismo aterido de frío en la cumbre del viento. A pesar de eso tuve a mi segunda hija, Aly, y cuarenta años después, algo menos, solo puedo enumerar los gozos que ellas dos me han traído y en dónde barrotes de metal, penas, desasosiegos y desamor pesan ligero.

Mensajes en los dos celulares, pitidos de voces en la distancia. Cómodamente, en medio de brisa cruzada que resfría, termino el breve libro de André Gide sobre Oscar Wilde. Según creo, publicado dos años después de su muerte. Mucho por anotar mas no diré nada. Precioso homenaje de un grande a otro. Disyuntiva en la vida de entregarse al placer o a la mesura. Siete comensales en el funeral del difunto en una callecita de París. Algunos abandonan el cortejo y Wilde llega a la fosa con solo una nota de despedida, de su dueño de casa, encima del féretro. El ruiseñor ni flores recibe, ni cortejo de sabios. Eso dice bien de él. ¿Quién necesita elogio de hologramas? Mejor adecuarse en solitud a un camino que en medio de la lírica había él ya bien previsto.

Dice Gide que ninguna de las obras se Wilde alcanza la estatura de su conversación. El retrato de Dorian Gray contado en voz supera con mucho lo que después fue impreso. Cómo saberlo, tenemos que tomar su palabra como válida, supongo.

No canta el ruiseñor del jardín del emperador chino. Chilla la lechuza, blanca con antifaz. Había un período del invierno en Colorado cuando llegaban los grandes búhos de las nieves. ¡Qué espectáculo! Como cuando pasaban las grullas en su ruta al África. Puedo equivocarme y no me importa, me refiero a la emoción, al asombro, love me two times girl, a eso.

Ámame dos veces, una por hoy, otra por mañana, buenos días, Irina, el verde de los muros de tu edificio está opaco hoy, casi pintado de tristeza mientras el sol brilla. Suena el órgano de Ray Manzarek. Jim Morrison echa un grito desgarrado antes de que la música termine. Cuánta grandeza suele albergar el Père Lachaise. Paseo las sendas con bolsillos desventrados. Ni un amor en el fondo de la tela, ni un pan. Pero Agnieszka Wrokoj todavía tiene ganas de leerme a la vera de Chopin algunas líneas de Oscar Wilde en polaco. Su francés es peor que el mío. Pronto tiene que regresar a su trabajo de empleada doméstica y yo al mío del hambre. Un toque, un beso, ámame dos veces, buenos días, Irina, buenos días, Oscar. Agnieszka toma el camino de Denfert-Rochereau; voy camino de Vanves, el catorce y el quince de la guía Peuser de París que nunca abandoné.

“La vida nos engaña con sombras”, dice Wilde en Gide, seis años antes de la cárcel.

Contemplo Europa y sigo con intención de pasar los próximos meses en el este. Los dueños del mundo juegan hábilmente con los miedos, terrores de la plebe trabajadora. Su falsa e incendiaria retórica señala enemigos donde no los hay, pronto no habrá refugio alguno para nosotros. Cuando la sociedad se ceba con algunos, como lo hizo con el autor de El abanico de Lady Windermere, difícil sustraerse al castigo que amenaza. En el reino animal la única especie estúpida es la humana, nada ha aprendido desde que exterminaron a los neandertales. Me pregunto si vivo las postrimerías de nuestro mezquino universo y entiendo que la sangre intenta lavar todo. Quizá no merezca un té en un bazar de Bujara ahora que incendiaron los cafés de Mariupol que miraban al mar de Azov. Pero voy a intentarlo. Entre los cadáveres que se pudrían en los canales supo Pierre Loti, en Pekín, describir con detallada hermosura los recovecos de la Ciudad Prohibida. Descartada la antigua Aleppo quedan, espero, Varna y tal vez Sanaa, en el Yemén, en cuyos alrededores las campesinas llevan altos y negros sombreros que las hacen parecer hechiceras medievales. Como la Meg Merrilies, la gitana de Guy Mannering, de Walter Scott.

“De su sabiduría como de su locura, jamás entregaba sino lo que él creía que su auditorio podría gustar; servía a cada uno ración según el apetito”, André Gide.

Desperté ya. Dos discos se consumieron en la creación de la memoria. Lin Yutang decía: “Nadie se da cuenta de lo hermoso que es viajar hasta que regresa a casa y descansa en su almohada”. Pero un viaje hacia la muerte únicamente tiene de hermoso el retorno. Tal vez en eso pensaba Oscar Wilde cuando se recluyó en Berneval después del cautiverio.

Líneas de La balada de la cárcel de Reading:

“(…) hasta el barro pedía sangre al asfalto de sed ansiosa: Supimos que antes del alba alguien colgaría en la horca”.

No importa cuánto el mal nos haya destrozado. Oscar Wilde aguantó el embate del tiempo junto al desdén. Otro irlandés, el explorador Ernest Shackleton, ejemplificó lo que implica la entereza. En medio del sureño polo espantoso, cuando los hados llegaban siniestros, recitó a sus marinos versos del poeta Robert Browning. Sobrevivieron.

07/12/2024

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