Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER
¡Ah, Chejov! Terminé la noche con los cantos gitanos, profundos y tristes, de tu Accidente de caza convertido en filme (Emil Loteanu, 1978). Lo surreal, la locura rusa, cisnes, caballos y marismas, amores color sangre de vino. En el entredía de ambos cumpleaños de mis padres, 9 y 10 de diciembre. Pensar que mi madre hubiese cumplido 99 años (mi padre 96) me pone a pensar cuánto tiempo ya que mis ojos miran por estas ventanas. No es pensamiento penumbral sino estadístico. Dos palmeras aún endebles se alzan en la terraza del octavo piso. Otras dos en la planta baja, firmes. Desde mi negro sillón individual hago tomas fotográficas, tanteando el silencio de los cuadros, el hieratismo de las máscaras, algunos pasos silenciosos, el timbre del elevador. Música popular y de teatro del siglo XVII español de fondo. Pesadez de calor que viene siguiendo a la lluvia.
Un conde cuya embriaguez (de enamoramiento también) lo enviará por la ruta del desastre hasta terminar como cochero de alquiler, muestra alucinadas pupilas; los zíngaros visten elegantes trajes mientras el oscuro cabello de sus mujeres y la negra mirada condescienden con la tragedia que nunca viene, que siempre está. Pienso, cómo no, en Gogol, en Leskov, Dostoievski, Andreyev, en la hacienda de Premujino que pertenecía a los Bakunin, en la sombreada tumba del gran Tolstoi.
Taganrog estaba indolente a orillas del mar de Azov. Chejov era tártaro, dicen; seguro, contesto, se manifiesta en sus achinados rasgos. Tan cerca del río Don, del universo en permanente cambio de cosacos, turcos y guerreros pequeños hábiles en cabalgar caballos enanos, igual a sus ancestros que llegaron de Mongolia. Gloria tártara de las letras imperiales, entonces. Así, con pensamientos tales, me detengo ante un restaurante tártaro de Kiev, no lejos de la estación de tren que será bombardeada el año anterior si bien recuerdo. Dejo que la modorra de octubre me consuma, arrastro mi sombra hasta el monumento a Shevchenko. Qué solo se encuentra el poeta, qué helado, ni para ponerle abrigo sobre los hombros. Mientras yo suba a mi apartamento del quinto y duerma abrazado de pesadas cobijas y ojos verdigrises de mi victoria, Shevchenko llorará la desdicha de la soledad de piedra, enfrentada su opacidad al rojo vivo de las paredes de la universidad. Amenaza nieve, caen tímidas gotas de agua sucia. Edificios en construcción parecen gigantescos muñecos de Memnón. Anastasia, que ya ha cumplido cuarenta y uno, toma un bajel en el puerto de Odesa y parte hacia el mundo de los camellos. Enviará fotos desde Giza, pelirroja esfinge de mi primer amor eslavo.
Desperté a las seis y media y lo primero que hice fue poner a tocar Ada Falcón en memoria de los viejos. Tangos y valses en la voz de la gran pasión de Canaro. Ella dejó fama y fortuna para recluirse, obvió la gloria para hallar paz. Cantaba a dueto con Carlos Gardel, en el auto de él, Yo no sé qué me han hecho tus ojos. Relataba Ada, en un documental ya de hace mucho, que el maestro Canaro enloquecía de celos. Tampoco yo sé qué hechizo tenían ellos, solo estoy seguro que me hubiese tirado al abismo por ti. Como por todas; no hay mujer que no valga un suicidio, bellas, ellas, y tenebrosas.
Por la mañana llovía. Celebraba el mundo de Alicia y Joaquín; lluvia de izquierda a derecha, vertical, horizontal, inclinado, raíz cuadrada, ecuación de primer grado, álgebra. Llovía. Intenté ver un cuervo creyéndome en Denver al oír un chillido. Solo encontré a los albañiles guareciéndose de la tormenta. Ahora son las cuatro de la tarde y la música ha terminado. Bebo un largo sorbo de agua con limón y me levanto a escoger algo que valga el momento. El miércoles ya habrá acabado el cumpleaños de mis padres y las velas se extinguirán a medianoche. Me quedan horas, multiplicados minutos. Elijo 5-10-15 Hours, de Rudy Toombs en voz de Ruth Brown. New Orleans en la memoria, Caroline corriendo por la ciudad con el cabello en cola que se movía cual péndulo. Penumbra de mi habitación, olor a musgo del parque Audubon, se puede sentir el Mississippí abrazando la ciudad con húmeda lascivia.
Estoy a solas pero hay cuatro copas encima del mantel.
Descorcho el vino. Lamo una pizca de sal de mis dedos cerrados, por qué, no lo sé, no dispongo de tequila en este momento aunque no vendría mal entrecerrar los ojos y percibir que el infierno va sellando el esófago como máquina de guerra. Camisa entreabierta, calor casi tropical. Sé que nieva en Denver, que nieva en Belgrado y Kremenchuk. Árboles del bosque de Betanzos cubiertos de hielo ¿o era Lugo?
Acaricio la pelusa clara de un precioso cacto de mi sala, el que está debajo de las máscaras bozo. Vive sin agua. Hay que ser muy cuidadoso para no ahogarlo. Lince trepado en la cumbre de una cactácea monumental. Los correcaminos van rápidos con serpientes listadas en el pico. Los Doors cantan casi letanías del suroeste, del ancestro indio. David Lynch. Manejo hacia la reservación papago en California sur, polvo antiguo.
Las cinco. No tocan las cinco, no tengo reloj cucú y la iglesia de la Compañía de Jesús con las campanas está muy lejos de mí. A veces me sentaba a escuchar, no en santidad, ese bello repicar. No son la María Angola pero suenan a ángeles menores, trompetas de Judá.
Padres, hemos pasado el día. Las cuatro copas se han vaciado junto a la lluvia. Resplandece el sol, tal vez ustedes me estén mensajeando secretos. Calzaré los zapatos y al caer la noche daré una vuelta por el barrio. So long, canta Ruth Brown. Nunca nos despedimos, siempre estamos juntos, los oigo cuando duermo y despierto creo que sueño tal como eran cada segundo. María Renée nos acompaña, los cuatro parecemos cofradía de bandoleros. I wait for you. I'll Wait for You.
Me pongo el antifaz. Culpa que ustedes en las eternas soledades cochabambinas me leían las aventuras de Dick Turpin. Entre tantas otras cosas.
Entre tantas.
9-10/12/2024
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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2024
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