Ouédraogo, tierras rojas de África


Fidelidad e infidelidades, singular y plural de un continente sin fin. Jagua Nana espera neurótica su momento, andan enamorados de ellas miles de hombres africanos, observan y huelen el recado de un oráculo que fue algún día una máscara bantú. Tierra roja de Lagos, tierra roja de Douala, tierras rojas de África. Bajan de las colinas las tribus de nuestro origen, con el café de las colinas etíopes y al ritmo del tam tam que dio origen a todos los ritmos de la humanidad, una caravana que aun persigue el comerciante Arthur Rimbaud. Todo entrará en hacer parte del Paradiso que vio Gurnah.

Me espera el sudor de la brousse, del noroeste de Camerún, tierra Bamileké, comerciantes como los judíos o los aymara. El vendedor de herramienta sonríe al ver el hombre blanco entrar a su tienda, affaire seguro, business para un pueblo con el negocio en la sangre. En cada esquina de una Bamenda alegremente desordenada sobrevive el incansable fluido del movimiento, mujeres con trajes abigarrados sirven pescado fritos y frutas para mi aún desconocidas, empiezo a mascar cola, fruto mágico y energético; los varones caminan buscando sombra y apagar su sed, vino de palma que puede resucitar todas las esperanzas de que la muerte sea solo un vehículo para llegar a visitar y encontrar a otra alma.

Me asomo al viaje de Plinio El Viejo, mirando de lejos un porvenir en eterno movimiento, la deriva hacia el norte del África, dos centímetros que cada año van acercando Trípoli en dirección de Roma. “El presente es la llave del pasado”, leo en un texto del geólogo Charles Lyell, algo de más profundo nos quiso decir. Hay abundancia de vida, un mayor número de especies en este continente, cuentan que las manecillas del reloj se mueven más rápido, que ahí se puede producir una mayor cantidad de cereales y que los organismos pueden producir más generaciones. Y que, a un mayor número de generaciones, más elevadas son las probabilidades de mutaciones genéticas. Lucy inició el misterioso y curioso camino, luego aparecerán los espectros de Kurtz, Bardamu, Casement, en un viaje que André Gide va enteramente dedicando a Joseph Conrad.

Tilaï es el fruto agridulce de esta tierra roja, es el trauma del cambio que vive Okonkwo, es la cruel poesía de William Butler Yeats: “Dando vueltas y vueltas en su giro creciente/el halcón no puede oír al halconero;/todo se desmorona; el centro no resiste;/se desata en el mundo la absoluta anarquía”. Libertad perdida, escurrida, devastada por la tragedia de un entero continente. Negritud perdida en las rimas de Senghor, en la mirada de Camus, en las palabras de Chinua Achebe: “El mundo no tiene fin y lo que es bueno en un pueblo es abominable en otros”. Desnudándonos frente a las imágenes de Ouédraogo, una máscara que quita otra mascara, tótem de un estado de ánimo, de una población, de un mundo que marcha hacia la desintegración.

África es una palabra mayor, canta Miriam Makeba en los campos de mandioca de todas las tierras rojas, canta Mamá África entre los sin nombres de Castel Volturno. Canta el sideral silencio y la muda profundidad de Pangea, canto que encuentra eco y vértigo, las huellas de un camino aún ferviente, inspirado por Aníbal y Escipión. La puerta que imaginó Fellini, detrás al acueducto de Aqua Claudia o cuando Pasolini se detenía en observar los muchachos de vida en aqullas periferias llenas de vidas de la Roma más antigua y más viva, como solamente lo es la música de Bob Marley.

Tierras rojas y brujería, magia negra y soledad. Tierras rojas y fugas, miradas ilusorias hacia el Mediterráneo, fugaces sueños y eternas pesadillas, una Fata Morgana que espera a todos y traiciona a muchos, una rosa del desierto que beneficiará a pocos. Otra página, una nueva lectura, el engatusador Mohamed Mbougar Sarr que nos conduce por nuevos laberintos, Teseo que es Orfeo, negros ambos y con el corazón del tamaño del continente que nos vio nacer.

Maurizio Bagatin, diciembre 2024
Imagen: Mascara de la cultura Bamoun, Foumban, Camerún.

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