Claudio Ferrufino-Coqueugniot / LE COQ EN FER
Tumbas de reyes lombardos, castros gallegos. Cornelio Reyna canta en cómo se cayó de la nube. Todavía digiero el ron y el cabernet-sauvignon de las navidades. Bailé Kalinka igual a mis tiempos jóvenes. La noche murió con la última campanada. Un taxi me llevaba por lo que fueron campos y sembradíos. Ciudad ahora, construida a retazos, lugares de comida cada dos casas. En ese hospital murió un amigo, allí hubo un bosque. Nosferatu revisitado. Estaría en Denver años atrás, tal vez ya nunca futuros, con Emily en el café Dazbog de la calle 9 y con Aly probando un delicioso tempranillo en las alturas de su barrio. De aquellas colinas salían las gangas hacia el centro, con jerga propia, cuchillos, algún cohete, tatuajes y viejas chingonas. Han sido, al mismo tiempo que los negros y los chicanos en general, desplazados a una periferia más lejana. Por encima de su recuerdo los yuppies han levantado preciosos hogares que denotan dinero y quizá educación. Lo que fueron barrios obreros, judíos, mexicanos, ya no están. Los conocí y viví porque tuve por mucho tiempo un delicatessen en la mítica West Colfax, casi esquina Kipling; cocía el tocino como los hebreos de Nueva York, en su punto especial; me lo dijo uno de ellos, y el mejor reuben con chucrut que yo mismo recuerde, en pan rye. Aprendí trabajando para un lugar originado en Wall Street. Puse mi parte y mi sabor sudamericanos. Me hice maestro del chili con carne, otra vez, el mejor desde Denver hasta Yuma. Lo prepararé a principios del 2025 para la familia francesa de mis sobrinas Zara y Renata. Los ingredientes no son exactamente iguales pero improvisaré como con el verbo.
Ambrose Bierce se esfuma. Si era viento. Mi amigo Arcángel también. Sugieren que murió, no dejó rastros, ni cartas ni cuerpo. Escribo, anoto mis conversaciones con él. Soñó con un libro. Se lo entregaré cuando llegue mi tiempo de permanencia en el infierno. Me llevaré El maestro y Margarita, de Bulgakov, páginas a prueba de fuego. Rojos huracanes como los de Ojinaga. En un rincón veré a Juan Rulfo a la vera del Dante.
Anna Volskaya me bendice desde algún lugar de la estepa. Me desea salud, felicidad y amor. Tuve mucho de los tres. Y continúan vivos, recién nacidos. El cielo finge ser azul, las palmeras se agotan con el sol. Bendecir no puedo, ni bendito soy, pero aprecio estas muestras de afecto, con mayor motivo si vienen desde el campo de batalla. Rubia era y es Anna, y hermosa. Su casa estaba en las afueras de Sumy, por una callecita sombreada que conoció tranquilidad. El horror duerme hasta en los apacibles charcos del fin del mundo. Ánimas que no amanezca, en voz de Manolo Muñoz. La cantó Bunbury.
Escrito no de fin de año. Zoo o cartas no de amor, escribe Viktor Shklovski, en Berlín, a Elsa Triolet. Mujer y exilio. Arriba sobrevuela la muerte. “Es inútil dejar de quererte”… Era julio o era agosto cuando tuve la certeza de que había llegado al fondo. Cuando no pude ya levantarme de cama, cuando el dolor del parimiento me había tocado como hombre. Supongo que es así por lo que he visto al nacer mi primera hija. Y oído. Exilio con nombre de mujer, mujeres con aroma de ausencias. Te escribo y no te escribo, si te llamas Ligia o Anna o Irina o Francine. G. me prohibió referirme a ella, mandó a su padre armado a matarme. Lo confrontó, Beretta enfriando las lumbares, mi padre. Ella vive todavía; yo también, y la minucia de eso que decían amor se convirtió en hojarasca, en escurridizos renacuajos, manchas movedizas de las acequias. E. alegó que a su hombre no le gustaba que la nombrase. Tu nombre me pertenece, mi recuerdo y mi respeto por mí mismo. Échate a descansar en brazos de tu amo, creyendo que el legado de la existencia ha alcanzado su cénit y que de aquí a la redención final hay un saltito de coscoja. Terribles derroteros sin fin por cierto. Elsa Triolet le prohíbe escribirle de amor. Entonces Shklovski le habla de literatura rusa.
Decía el miércoles, comiendo un delicioso lomo a la parrilla con fondo de rembétika que… tantas cosas dije. El ron presuroso bajaba al estómago y subía al cerebro. De Nicaragua, el ron, del estrecho dudoso del poeta Ernesto Cardenal. A Washington arribaron tantos, salvadoreños incluidos, viniendo de otras guerras, de fotografías de guerrillas que parecían xilografías de guerreros caribes del tiempo del hambre. Chiapas no se puede atravesar hoy. Cruzaban por allí, a rastras, dejando calzones de mujer colgados de las zarzas, me acuerdo. Del famoso tren y de modestos jamelgos y marchas a pie. Así y todo, con tanto dolor a cuestas, no he visto mejores bailadores de merengue, del merengue apambichao de algún rincón en Álvaro Mutis.
Alucinado por la oxicodona en el averno de las bestias míticas, del mundo antiguo de lodo y gigantescos monstruos. Morfina al momento que se creyó todo perdido. Y heme danzando Kalinka en el regazo de los recuerdos, quién iba a creer. “Cariñito dónde te hallas”. Rutas de los purépechas, feroces hombres del cobre; tarascos los nombraron los conquistadores. En La Habana leí la relación sobre su reino. No he ido aún a Pátzcuaro pero haré el intento. No son ya los desnudos y oliváceos nativos que combaten entre ellos en las imágenes del precioso filme Eréndira Ikikunari (Juan Mora Catlett, 2006) los que pueblan Michoacán este diciembre. Jóvenes pertrechados, bragados según ellos, en lujosos Toyotas dándole al sonsonete de las balas. Matanza y balacera. La muerte siempre tuvo presencia. Y la crueldad. Los peces del lago siguen muriendo con los ojos cerrados. Las redes, en la niebla, semejan viñetas del inframundo. Luciérnagas los tiros y los rayos, tiros.
Cincel, martillo, punzón, delicados objetos de fantásticos orfebres. No hay espacio para filosofar. Ni allí ni aquí en que cómodamente sentado en sillón prieto extraigo a cuentagotas mis obsesiones. Un par de anteojos rotos al lado de una cajita llena de monedas de diez y veinte centavos. ¿Qué libro he de leer hoy, si me da tiempo? Mucho para escoger. Tantas horas que pensé no eran posibles. Extraño a mis hijas. Marzo, abril se acercan y espero descender del avión en la pradera norteamericana. Preámbulos, planes, de pronto me doy cuenta que han pasado doce meses, tres sombríos, y que debo asumir que las botas de que dispongo no son de adorno.
“Entonces fue cuando oí aullar a un perro. Y le vi también, con el pelo erizado, con la cabeza alzada, temblando, en medio de la noche más silenciosa, cuando los perros mismos creen en fantasmas”. Zaratustra imitado por Nietzsche. ¿No oyes ladrar los perros? De niños nos tapábamos con las sábanas creando un refugio para no escuchar el lúgubre lamento. Era cuando volaba un nuevo difunto color de golondrina, apenas mojado por el chilche andino salido de los manzanos.
Tumbas de los reyes lombardos, casas de Roibeira, a la salida de Betanzos. El Betanzos potosino estaba en el camino entre Potosí y Sucre. Hay un sello postal boliviano de 1910: Miguel Betanzos. No sé si nombraron el pueblo por él o viene de la colonia. Lo averiguaré.
Suenan guitarras. Tambores, trompetas. Salen blancos pañuelos a relucir. Año ido, otro para el archivo memorioso, sin demasiado nombre femenino y alegres sombras que no asustan. Salud, por el viejo y el nuevo, porque esta vez retrate tus piernas con el Tunari detrás. Luego vendrá el deshielo y en la quebrada rocas puntiagudas con brillo de diamante al crepúsculo.
27/12/2024
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Imagen: Dioses purépechas
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