Vívelo, suéñalo, cántalo o escríbelo: es lo mismo


Fue en 1609. Un tal Lorenzo Ferrer Maldonado, granadino y alquimista, presentó un escrito que tituló con convicción Relación de descubrimiento del estrecho de Anián. Allí narraba su travesía soñada: una, intrépida, que se batía en las gélidas aguas de la América del septentrión, desde la península del Labrador hacia el oeste hasta latitudes inverosímiles para ese entonces, mucho más en la corte del rey Felipe III. Anián era un país “magnífico”, anotado en el Libro de las maravillas (1298) de un veneciano, un tal Marco Polo, que había vivido 17 años como huésped de la corte de Kublai Kan. Quedaba en un lugar impreciso entre las ansias y la realidad.

El memorial de Ferrer era tan bello, ilustrado al detalle con coloridas y dibujadas vistas, tan vividas sus descripciones, que el arte triunfó, como debe ser, y le creyeron, confiaron sus altezas y sus cartógrafos que el tal aventurero había encontrado, en su imaginada travesía, el pasaje interoceánico, el mítico y temible Paso del Noroeste que uniría por arriba lo que el portugués Magallanes había navegado por abajo. Ferrer reinventó, a su exquisita manera, uno de los sueños más amados por los audaces, como Alejandro: siempre ir más allá. Ferrer murió plácidamente en la corte madrileña en 1625.

La historia de John Franklin se espejea de manera trágica con la anterior. El marino británico se apasionó tanto con la búsqueda del dichoso paso que terminó devorado por él. Su fascinación por esos territorios helados no tuvo freno. Su primera “desastrosa” expedición (1819-1822) la hizo a pie y murieron, de hambre, casi todos los de la partida, incluyendo actos de canibalismo y asesinatos. No se rindió, siguió expedicionando y fracasando, y el rey, otro rey, Jorge IV, lo nombró caballero, tal vez para apaciguarlo o qué. En 1845, volvió a la mar y arreció en sus afanes y, sin más que hacer frente a lo inevitable, su barco y su tripulación desaparecieron en las honduras del Ártico. Se desató una frenética búsqueda de los perdidos y la que más empeño le puso a la tarea fue Lady Jane, la esposa del malogrado explorador.

Aquí vuelve el arte a darle sentido a la realidad descarnada, vivida hasta el límite: resulta que a Jane no se le ocurrió nada mejor para incentivar las pesquisas por su amada pareja que componer una canción, una balada folklórica, cargada de una tristeza infinita pero labrada con tal encanto y con ese sentimiento de dolor que sólo acunan los corazones nobles, que sus acordes resuenan hasta hoy. La composición se conoce como El lamento de Lady Franklin y también como Lord Franklin, así la grabó Sinéad O'Connor. El amoroso blues de Lady Jane es el relato de un sueño. No uno suyo, el de un anónimo marinero. Empieza así:


“Era de regreso de una noche en alta mar

Balanceándome en mi hamaca me quedé dormido

Soñé el sueño y pensé que era verdad[1]

Sobre Franklin y su valiente tripulación”


Ella imagina y le canta a océanos congelados y montañas de hielo, adversidades crueles y sin par, rodeando un paso alrededor del Polo, “donde nosotros, los pobres marineros, a veces vamos” y donde “solo el esquimal en su canoa de piel/ fue el único que logró pasar”. Es motivante creer que estas alusiones, desusadas para la época, por lo verídicas y respetuosas, fueron las que volvieron popular a la balada. Además, en los hechos, las primeras certezas del final trágico de la expedición comandada por Franklin las brindó el testimonio y las evidencias aportadas por un anónimo inuk, miembro del pueblo Inuit, al explorador John Rae en 1854.

Fin de una historia sin fin. Un apócrifo navegante escribe sus sueños en un memorial; una dama afligida y sincera canta su dolor en otro sueño, ambos se entrelazan y también con muchas otras vidas. Todo brilla en la memoria y vigoriza la condición humana.


Pablo Cingolani
Antaqawa, 13 de enero de 2025


[1] I dreamed the dream and I thought it true, en el original. Las negritas son mías.

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