Si le creyéramos a las películas de Morgan Freeman deberíamos deducir que a medida que el ser humano envejece se vuelve más sabio.
El pasar de los años esculpe en el rostro huellas que describen a un tipo que viene de vuelta de todo lo malo, duro y feo que concede el mundo y, por lo tanto, con licencia para aconsejar a diestra y siniestra, inclusive a aquellos que no tengan el más mínimo interés en escuchar tamañas monsergas. También lo faculta para brindar una mano, con cierto sabor a venganza, a quienes hicieron caso omiso a sus advertencias y se encuentran pisoteados en el suelo clamando ayuda.
La naturaleza cursi de mi origen de hombre de la clase media hace que, en el fondo, desee una vida como constante aprendizaje hacia la luminosa sabiduría. Que las cagadas sirvan de algo y no sólo para pasarlo mal sería más o menos su lógica. Llamémosle a eso Dios, Buda, Demonio, progreso, socialismo o felicidad. Pero mis deseos son sólo eso, deseos, y ahí se quedan. Conozco muchos casos que confirman esta tesis del aprendizaje (Pablo Neruda, Ricardo Lagos, mi padre, Volodia Teitelboim, Kenny Rogers), pero ocurre que si esto me resbala, su único destino posible es el tacho de la basura. No por nada alguien me cuestionó alguna vez (capaz que haya sido yo mismo) sobre la utilidad de admirar a Los Beatles si yo no soy Lennon.
Mi otra tesis, y a la que me adhiero a ojos cerrados, es la siguiente: mientras más viejo más involuciono hacia la infancia. O tal vez más la evoco. A medida que pasa el tiempo, intento autoembaucarme con cierta filosofía primitiva, simple, física y sensual que tenía en la niñez, intentando escudriñar las posibles respuestas que yo-niño habría dado a los dilemas actuales como el comportamiento femenino, la violencia urbana, el aburrimiento, el miedo al capitalismo y a la fisonomía de los gatos. En definitiva, todo aquello que no tiene respuesta para mi incompetente yo-adulto.
Ahora quiero detenerme en cierto ejercicio mental en que me he sorprendido practicando en horas impensadas y que se relaciona con esta nueva filosofía de la niñez. Cuando me encuentro con tendencia a merodear los precipicios, imagino una desgracia cualquiera, una pérdida irreparable, un olvido gravísimo y dejo que mi mente se nutra de ella hasta el tuétano. ¿Quieren ejemplos? Me roban el sueldo completo, mi mujer me deja por un alfeñique, pierdo todos los documentos y las llaves en tierra extraña. Una vez concluido esta parte del proceso, imagino una solución efectiva para el problema que lo deje reducido a nada: un carabinero me devuelve la plata, mi mujer regresa radiante y virgen, los documentos están en un bolsillo perdido de mi chaqueta. La sensación de alivio es enorme.
5 Comentarios
Me siento super identificada con tu filosofía. Durante mucho tiempo quise crecer para sentirme respetada y que cuando hablara me tomaran en serio... Gran error... Los años pasaron me di cuenta que eso no tiene sentido, a medida que soplo velitas en mis deliciosas tortas de cumpleaños (de duraznos con crema) entiendo que la niñez del alma es el estado ideal para vivir... siempre asombrada, preguntona y enojadiza... Hasta ahora practico la evocación para los malos momentos, trataré con el método que proponés para le próxima (tengo llaves, documentos pero me falta el marido/esposa!!)
ResponderEliminarCada uno se pellizca en un lado para sentir menos dolor en el otro.
ResponderEliminarHemos vivido y seguiremos viviendo por un buen tiempo la dictadura aconsejadora de los mayorcitos.
Ante tanto consejo dando vuelta, suelo reparar en el emisor de tales intentos de encauzamiento, buscando la perfección de su propia vida, la solución mágica que consiguió para todos sus problemas. Lamentablemente, siempre, pero absolutamente siempre, me encuentro con un estado aún más calamitoso que el mío.
Vuestro texto plantea una vuelta de tuerca muy interesante y que raya en la irrefutabilidad, estimado Claudio. Dónde mejor que en el sentido prístino de un niño se encuentra la real sabiduría, y más encima envuelta en la ética. Volver conscientemente, necesariamente, oxigenadoramente, a esa semilla, es una actitud noble desde todo punto de vista. Aunque quizás nos deje más vulnerables ante el resto, pero internamente sacudiremos nuestro espíritu libre, como el de un perro mojado a la fuerza.
Si, esa es la única filosofía que es irrefutable, pero no se engañen, no es conservable ni transmisible a las posteriores etapas de la vida.
ResponderEliminarPersonalmente creo que es posible conservar esta filosofía hasta el final de nuestros días. Corre por cuenta de nuestras almas no dejarnos atropellar por lo peor de la vida y conservar la inocencia de la mirada, tener ganas renovadas todos los días dar abrazos de oso a nuestros seres amados cuando se nos antoje, llorar a moco tendido cuando duele el corazón y lanzar reprobables puteadas cuando algo nos parece injusto. Se puede ser travieso, atrevido e irresponsable toda la vida por elección propia, claro está esta actitud nos traerá algún que otro problema pero no muy diferente a los que nos traería la filosofía de los adultos. En mi balance la gracia cae en la de sentirme niña, quiero vivir como niña siempre y sobre todo sentir como tal!
ResponderEliminarSaludos
Querer mantenerse en esa época tan hermosa de la vida es muy tierno pero inviable para el decurso de la vida. No se puede.
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