PABLO CINGOLANI -.
Me acabo de enterar que Piñera, el presidente de Chile, lanzará una licitación internacional para la construcción de un puente entre el continente y la isla de Chiloé. El proyecto lo había fogoneado Lagos, o sea: hay una intención manifiesta por parte de las autoridades chilenas de acabar con la insularidad de Chiloé.
Chiloé dejaría de ser lo que es, es decir una isla. Esto es una tragedia, a todas luces y parece que así lo ven y lo sienten los chilotes –que son unos tipos de los más macanudos que he conocido. Supongo que de avanzar el proyecto de construcción del puente que aboliría la isla, se alzarán trincheras en defensa de la cualidad isleña de Chiloé, por lo cual todos los amantes de las islas debemos estar atentos.
Si cae Chiloé —digo, es un decir—/si cae/si con un puente quieren hacerla caer/ arrodillarla a los dioses negros de la ingeniería/ amordazarla para que ya no sueñe/ arrebatarla a su propia mística/ si Chiloé cae —digo, es un decir—/ salid, niños del mundo; id a buscarla!, diríamos con Vallejo frente a tal eventualidad que bien puede convertirse, insisto, en un motivo vital.
Digo esto por una sola razón: ahora que están en boga la multiplicidad de reconocimientos de todos los derechos, incluidos los muy de moda y a la vez los muy manoseados derechos de la Madre Tierra, me imagino que tales derechos incluyen el derecho de las islas a ser tales por cuales.
Si el derecho de las islas a ser islas no existiera, tampoco es cuestión de detenernos en tales leguleyismos y bizantinismos muy propios de un mundo extraviado, ya que ya lo dijo Tácito: cuantas más leyes, más corrupción hay. Por otra parte queda muy claro que por más derechos consagrados, lo que hacen los gobiernos y los poderosos es violarlos a cada rato. En suma, la defensa de Chiloé no puede ajustarse a estos cánones. Es una lucha de vida o muerte por el asunto que nos ocupa: la necesidad de que existan islas.
El panorama en esa dirección es sombrío, toda vez que el no menos famoso cambio climático amenaza liquidar a infinidad de islas, islotes, arrecifes y demás si es que sigue el calentamiento global, si es que siguen derramándose los polos árticos y antárticos, si es que sigue la puta polución que es lo que ocasiona tales desbarajustes.
Me informó también de una noticia apabullante: los morenos de las Maldivas (las islas del Índico que el también moreno de Obama confundió con las Malvinas) están buscando comprar tierras en Australia o en donde mierda los reciban si llegado el caso, las islas sean tapadas por las aguas… esta falta de defensa de su insularidad amenazada me desespera. Supongo que los maldivos se han acostumbrado a ese ir y venir por el turismo del cual dependen económicamente, y les importa un carajo dejar sus corales. Pero allá ellos: a mí me preocupa Chiloé, que está de mi lado del mundo y que la amo tanto.
* * *
Peregriné hasta Cucao, el sitio más occidental de la isla grande de los chilotes, sólo por el placer existencial y estético de estar en el punto más extremo de la comarca. El panorama era espantable para aquellos que no gocen de la belleza de la desolación. El viento soplaba a varias decenas de kilómetros, y te brindaba esas certezas filosóficas que no te las concede ningún puente: es invisible, el viento, pero tiene mucha fuerza. No había nadie por ningún lado, y sólo había viento, inmaterial pero fuerte, arenas volcánicas y mar encrespado. ¿Qué pasaría con las playas desiertas de Cucao y con el viento de las certezas si la isla dejase de ser tal? No quiero ni imaginármelo. Pero ya lo dijo Arlt, en zig-zag hablando del mundo en general: ellos son capaces no sólo de abolir las islas, son capaces de hasta prohibir al viento. Salid, niños del mundo; id a buscar a Chiloé/ id a buscar su viento.
Castro es la ciudad antigua. Los añares que estuve allí, conocí a un tipo que se llamaba Renato Cárdenas, dos veces nacido Cárdenas. Era escritor, historiador, poeta, arqueólogo, aventurero, mirador, soñador, vagabundo, espeleólogo, artista, amante y guerrero. Me obsequió todos sus libros, editados por él mismo, en la misma isla, hechos con el cariño que sólo queda en los hacedores de libros rústicos, raigales, fecundos en grado extremo, libros que el tiempo vertiginoso de los puentes de acero y progreso buscan convertir en ceniza y olvido. Uno de esos libros se titula de la manera más gloriosa, vaya si se ha perdido tanto estilo. Se llama así: El libro de los lugares de Chiloé. Es una toponimia poética de su isla. Defiendo a todas las islas –incluso a Rokovoko, una isla de caníbales- pero más adentro siento la defensa de una isla de poetas. Chiloé, la isla de Renato, lo es.
Borges le escribió más de una oda a Islandia, la Chiloé del Hemisferio Norte. Si hubiera sido menos ciego a nuestro acervo, a nuestras islas, hubiera escrito poemas a Chiloé, le hubiera escrito a la isla que ahora quieren destruir con un puente. Supongo que las Islas Británicas lo anestesiaron.
Tierra de arrayanes y de robles, Chiloé. La Patagonia insular, la de la selva más austral y la más endemoniada del mundo. De Chiloé hacia al sur, se encuentran todas las islas, todos los fiordos, todos los canales, todos los muertos que han muerto –los chonos, los alacalufes y los yámanas que hemos masacrado en nombre de la civilización que nació en Roma y resucitó en Londres- y que signaban esta parte del mundo. Darwin, “el inglesito” como lo llamó Rosas, también pasó por allí, estuvo en Cucao incluso, y no advirtió lo que anotamos: que el viento es el poderoso, que por algo era monarca de esas tierras, que los yámanas tenían 400 palabras sólo para nombrarlo con precisión y devoción.
Con el tiempo, hay que decirlo, los chilotes se volvieron cazadores de hombres y ellos también tomaron parte del genocidio. Secuestraban a las indias y las vendían en los prostíbulos de Valparaíso. Iban por las focas y los lobos de mar hasta que los avivaron que la carne humana y viva, era más rentable.
Eran los años duros del maquinismo, la segunda revolución industrial: dame, dame, dame cualquier cosa, que yo te pago o te doy ropa o no te pago–la civilización según Londres. Borges nunca versó tanta infamia, a pesar de haber escrito su historia universal.
El vino, las rosas, las dagas, la memoria de todos estos muertos o la culpa que ellos provocan hace que por allí navegue eternamente el Caleuche, la Nave de los Locos o el Holandés Errante, que en el fondo es lo mismo, los Almayer, los vagabundos de las islas según Conrad: toda esa trama, todo ese fondo terrible pero sincero, que justifica la necesidad de que ellas existan.
Mundos cerrados las ínsulas, mundos en aislamiento: eso las vuelve necesarias. En un planeta sin secretos, donde todo está interconectado, monitoreado, controlado, las islas siguen representando (así sea mentalmente) la posibilidad de desconexión, de fuga, de refugio.
Chiloé al oeste presenta una de las geografías más abruptas y difíciles que conozca el orbe: montañas que caen a pico sobre la mar violenta, acantilados perfectos, abismos espectrales y devoradores. Si el puente facilita el acceso a la isla, toda esa magia podría perderse y terminar enlatada en una fábrica de conservas de atún que instalen allí los japoneses.
Chiloé dejaría de ser lo que es, es decir una isla. Esto es una tragedia, a todas luces y parece que así lo ven y lo sienten los chilotes –que son unos tipos de los más macanudos que he conocido. Supongo que de avanzar el proyecto de construcción del puente que aboliría la isla, se alzarán trincheras en defensa de la cualidad isleña de Chiloé, por lo cual todos los amantes de las islas debemos estar atentos.
Si cae Chiloé —digo, es un decir—/si cae/si con un puente quieren hacerla caer/ arrodillarla a los dioses negros de la ingeniería/ amordazarla para que ya no sueñe/ arrebatarla a su propia mística/ si Chiloé cae —digo, es un decir—/ salid, niños del mundo; id a buscarla!, diríamos con Vallejo frente a tal eventualidad que bien puede convertirse, insisto, en un motivo vital.
Digo esto por una sola razón: ahora que están en boga la multiplicidad de reconocimientos de todos los derechos, incluidos los muy de moda y a la vez los muy manoseados derechos de la Madre Tierra, me imagino que tales derechos incluyen el derecho de las islas a ser tales por cuales.
Si el derecho de las islas a ser islas no existiera, tampoco es cuestión de detenernos en tales leguleyismos y bizantinismos muy propios de un mundo extraviado, ya que ya lo dijo Tácito: cuantas más leyes, más corrupción hay. Por otra parte queda muy claro que por más derechos consagrados, lo que hacen los gobiernos y los poderosos es violarlos a cada rato. En suma, la defensa de Chiloé no puede ajustarse a estos cánones. Es una lucha de vida o muerte por el asunto que nos ocupa: la necesidad de que existan islas.
El panorama en esa dirección es sombrío, toda vez que el no menos famoso cambio climático amenaza liquidar a infinidad de islas, islotes, arrecifes y demás si es que sigue el calentamiento global, si es que siguen derramándose los polos árticos y antárticos, si es que sigue la puta polución que es lo que ocasiona tales desbarajustes.
Me informó también de una noticia apabullante: los morenos de las Maldivas (las islas del Índico que el también moreno de Obama confundió con las Malvinas) están buscando comprar tierras en Australia o en donde mierda los reciban si llegado el caso, las islas sean tapadas por las aguas… esta falta de defensa de su insularidad amenazada me desespera. Supongo que los maldivos se han acostumbrado a ese ir y venir por el turismo del cual dependen económicamente, y les importa un carajo dejar sus corales. Pero allá ellos: a mí me preocupa Chiloé, que está de mi lado del mundo y que la amo tanto.
* * *
Peregriné hasta Cucao, el sitio más occidental de la isla grande de los chilotes, sólo por el placer existencial y estético de estar en el punto más extremo de la comarca. El panorama era espantable para aquellos que no gocen de la belleza de la desolación. El viento soplaba a varias decenas de kilómetros, y te brindaba esas certezas filosóficas que no te las concede ningún puente: es invisible, el viento, pero tiene mucha fuerza. No había nadie por ningún lado, y sólo había viento, inmaterial pero fuerte, arenas volcánicas y mar encrespado. ¿Qué pasaría con las playas desiertas de Cucao y con el viento de las certezas si la isla dejase de ser tal? No quiero ni imaginármelo. Pero ya lo dijo Arlt, en zig-zag hablando del mundo en general: ellos son capaces no sólo de abolir las islas, son capaces de hasta prohibir al viento. Salid, niños del mundo; id a buscar a Chiloé/ id a buscar su viento.
Castro es la ciudad antigua. Los añares que estuve allí, conocí a un tipo que se llamaba Renato Cárdenas, dos veces nacido Cárdenas. Era escritor, historiador, poeta, arqueólogo, aventurero, mirador, soñador, vagabundo, espeleólogo, artista, amante y guerrero. Me obsequió todos sus libros, editados por él mismo, en la misma isla, hechos con el cariño que sólo queda en los hacedores de libros rústicos, raigales, fecundos en grado extremo, libros que el tiempo vertiginoso de los puentes de acero y progreso buscan convertir en ceniza y olvido. Uno de esos libros se titula de la manera más gloriosa, vaya si se ha perdido tanto estilo. Se llama así: El libro de los lugares de Chiloé. Es una toponimia poética de su isla. Defiendo a todas las islas –incluso a Rokovoko, una isla de caníbales- pero más adentro siento la defensa de una isla de poetas. Chiloé, la isla de Renato, lo es.
Borges le escribió más de una oda a Islandia, la Chiloé del Hemisferio Norte. Si hubiera sido menos ciego a nuestro acervo, a nuestras islas, hubiera escrito poemas a Chiloé, le hubiera escrito a la isla que ahora quieren destruir con un puente. Supongo que las Islas Británicas lo anestesiaron.
Tierra de arrayanes y de robles, Chiloé. La Patagonia insular, la de la selva más austral y la más endemoniada del mundo. De Chiloé hacia al sur, se encuentran todas las islas, todos los fiordos, todos los canales, todos los muertos que han muerto –los chonos, los alacalufes y los yámanas que hemos masacrado en nombre de la civilización que nació en Roma y resucitó en Londres- y que signaban esta parte del mundo. Darwin, “el inglesito” como lo llamó Rosas, también pasó por allí, estuvo en Cucao incluso, y no advirtió lo que anotamos: que el viento es el poderoso, que por algo era monarca de esas tierras, que los yámanas tenían 400 palabras sólo para nombrarlo con precisión y devoción.
Con el tiempo, hay que decirlo, los chilotes se volvieron cazadores de hombres y ellos también tomaron parte del genocidio. Secuestraban a las indias y las vendían en los prostíbulos de Valparaíso. Iban por las focas y los lobos de mar hasta que los avivaron que la carne humana y viva, era más rentable.
Eran los años duros del maquinismo, la segunda revolución industrial: dame, dame, dame cualquier cosa, que yo te pago o te doy ropa o no te pago–la civilización según Londres. Borges nunca versó tanta infamia, a pesar de haber escrito su historia universal.
El vino, las rosas, las dagas, la memoria de todos estos muertos o la culpa que ellos provocan hace que por allí navegue eternamente el Caleuche, la Nave de los Locos o el Holandés Errante, que en el fondo es lo mismo, los Almayer, los vagabundos de las islas según Conrad: toda esa trama, todo ese fondo terrible pero sincero, que justifica la necesidad de que ellas existan.
Mundos cerrados las ínsulas, mundos en aislamiento: eso las vuelve necesarias. En un planeta sin secretos, donde todo está interconectado, monitoreado, controlado, las islas siguen representando (así sea mentalmente) la posibilidad de desconexión, de fuga, de refugio.
Chiloé al oeste presenta una de las geografías más abruptas y difíciles que conozca el orbe: montañas que caen a pico sobre la mar violenta, acantilados perfectos, abismos espectrales y devoradores. Si el puente facilita el acceso a la isla, toda esa magia podría perderse y terminar enlatada en una fábrica de conservas de atún que instalen allí los japoneses.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 11 de junio de 2012
Imagen: Isla de Chiloé, Chile
7 Comentarios
Hasta yo...que vivo al otro lado del mundo, he conocido a gente que habla de las maravillas de Chiloé. Todo visitante habla de esa isla con pasión, por algo será. Después de leer tu texto, lo tengo mucho más claro si cabe. Vivo en un archipiélago, para nosotros, no ver el mar en el horizonte, suena a claustrofobia. ¡Salvemos Chiloé!
ResponderEliminarEl derecho a ser islas, tal como los humanos que desean vivir a su modo.
ResponderEliminarEl posible puente que unirá Chiloé con el continente sigue usándose con afanes electorales. No sé si se llegará a construir. De cualquier forma, Piñera ya se adueñó del sur de la isla, justo donde se guarecen y se pueden avistar las últimas ballenas y delfines.
Un abrazo amigo Cingolani.
Ya lo tenemos más que claro, todo por dinero y todo por poder. Poco importan los derechos humanos, los del niño, del aborigen y nada los de la tierra. Estamos jodidos y nos seguiremos jodiéndonos mutuamente hasta extinguirnos.
ResponderEliminarQué buena declamación! Ojalá las cosas no terminen del peor modo para nuestra amada naturaleza, es hora que alguien imponga la sensatez a la tiranía de la ambición y la soberbia.
ResponderEliminarLa necesidad de las islas es seguir siendo islas. Brillante texto, saludos.
ResponderEliminar"Chiloé dejaría de ser lo que es, es decir una isla." Frase que me impresionó dentro de un texto magnífico. Me quedo pensando en esta frase tan directa, sencilla y explicada, como si encerrara un misterio que desafía a las palabras.
ResponderEliminarni las ballenas están a salvo de Piñera, ¡qué desgracia de siglo capitalista nos ha tocado!
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