PABLO CINGOLANI -.
La hora nona en los Andes, o en cualquier lugar del orbe que siga atesorando rastros de su alma, es la hora del poder. Hoy estaba cargada de unas nubes negras, desafiantes, como elefantes a punto de naufragar sobre tu cabeza. Al salir de la casa, me enfrenté a unas gotas de lluvia, tan gruesas y gélidas como las lágrimas de la mujer-pez del Cololo. Las montañas se recostaban como ataúdes: ese oropel del destino, el fino llamado de la muerte. Pensé en las altas cumbres: seguro nieva. En medio del silencio que hachaba mis oídos, me dejé llevar hasta allí por un viento de catedral, y ese rumor de piedra azotada que, cuando lo caminas, huele a violín, al espanto de los otros, nunca el tuyo.
Salí a comprar cigarrillos y navego en colosal espectáculo. Todo el circo del cielo que se va exiliando, acude y me corteja. Unos graníticos narvales hacen el amor celebrando al sol de la China. Viracocha les sonríe desde su cometa de jades. Una ballena baila con una jirafa ciega los blues del lapislázuli. Un perro- perro ladra. Me cruzo con un ser, enfundado en sombras. Un
―Buenas noches
se astilla y reclama habitar este mundo. Quién sabe donde.
Al final, está la luz de la tienda. La luz metálica que te grita llegaste. Un kilómetro de hora nona y cien mil duendes que te alzan para decirle a don Miguel: una cajetilla de Derby rojo. Ves las botellas que derretirían al Kilimanjaro. Ves al corazón de Jesús, tan impúdico que sólo falta el cuchillo y el tenedor. Te ves desde abajo, desde el fondo de una gruta o tapiado, y la voz de una señora que pide pausada sardinas en su lata, te devuelve al silencio, al viento, a lo que ya es noche, abismo, negro.
Te vuelves caminando por donde viniste. Los ojos, cerrados, para no soñarte tanto y sólo sentirla a la vida mientras te acompaña de regreso a casa.
Fotografía: El Illimani desde Río Abajo © Pablo Cingolani
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