ENCARNA MORÍN -.
Hay dos enormes manchas de humedad en la pared. Unos centímetros más arriba está la repisa de los libros que quedaron tras su marcha. Pesados tomos con los que estuvo días y días preparando el examen. En el perchero de la entrada cuelga aún su chubasquero y una vieja chaqueta de lana que solía llevar por las tardes cuando salía a despejarse un poco.
La pared necesita una reparación urgente. Hace falta picar y volver a encalar, además de una mano de pintura. Primero pensamos hacerlo juntos, pero cuando empezamos con los planes de ida, aplazamos los arreglos de la casa. Igualmente las cortinas del salón están viejas y totalmente pasadas de moda. Estaban ya ahí cuando llegamos, y decidimos que podrían tirar por unos meses. Así fueron acumulando años. Con el sol y los lavados sucesivos, se han vuelto ajadas y tristes.
Lo que no entiendo es por qué no se llevó los libros. Será que ya no los necesita para nada. Porque quedó bien claro que no piensa volver. Dejó la decisión de nuestro futuro en mis manos. Yo, de ninguna manera quiero cargar con esos libros. Él debe tener claro que no tengo intenciones de moverme de aquí, aunque le prometí pensarlo despacio.
Me adormece el rumor del mar. No sé vivir sin el mar. Pero sé que ese argumento sonaba a excusa. Claro, como que era una excusa. “No sabes vivir sin el mar pero puedes vivir sin mi compañía” -me dijo airado- y lo peor de todo es que no deja de tener razón. Tanto en lo de que es una excusa como en que puedo vivir sin él. Bueno, creía que podía vivir sin él, ahora no lo tengo tan claro.
El sofá del salón tiene su hueco justo en su sitio, donde se tumbaba cada día a descansar un poco y escuchar la música. Ahora yo permanezco del otro lado. Donde me acercaba a masajear sus pies y a compartir nuestro silencio. No necesitaba hablar porque cuando le sentía cerca, todas las palabras estaban de más. Creo que si por fin decido quedarme, haré que vuelvan a tapizar el sofá y rellenen el hueco. Ese espacio será más fácil de llenar que el de su ausencia.
El olor a café me despertaba cada mañana. Ponía la cafetera y se daba una ducha. Yo llegaba a tiempo de apagarla y servirlo. Ambos somos de pocas palabras en la mañana. Solo buenos días y un beso. Hasta que el café hacía su efecto y entonces comentábamos un poco de lo que teníamos previsto para el día. Ayer me dolía la cabeza. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no he tomado café en varios días.
Sus plantas están tristes y con las hojas caídas. También dejó atrás sus plantas aunque no me dijo nada de que las cuidara. Sin embargo sí me pidió que cuidara de mi misma. Me insistió tanto en ese asunto, que hasta llegué a pensar que no me cree capaz de sobrevivir sin él.
El examen fue crucial en su vida. Con eso se resolvía su preocupación de no vegetar para siempre en este pueblo dejado de la mano de dios. Trabajar en un hospital grande y en una ciudad importante era su sueño aunque siempre lo iba posponiendo. Decía que le faltaba el hábito y la disciplina. Yo estaba casi tranquila con todo ese asunto. No le creí capaz de que se pudiera encerrar durante meses con todos sus tomos. Tampoco pensé que ese viaje a Madrid tuviera mayor trascendencia. Una carta certificada con acuse de recibo llegó varias semanas más tarde, cuando yo ni me acordaba del dichoso examen. Decía lo de su nombramiento y le instaban a incorporarse en un plazo fijado, al nuevo puesto de trabajo. Ahí tuve claro de que mi vida iba a sufrir un cambio brusco.
Los cajones del armario ahora están medio vacíos. Antes casi ni teníamos sitio. Ahora sobra mucho espacio. Ese armario recorrió con nosotros tres mudanzas. Lo compramos cuando alquilamos un piso pequeño y nos fuimos a vivir juntos con muchos planes y expectativas. La última vez que lo montamos y desmontamos supimos que no iba a aguantar una nueva embestida, así que en este tiempo apenas lo hemos movido de lugar.
Hoy he echado de menos su música. No porque se la llevara con él. Dejó gran parte de los discos que fuimos comprando en estos años. Era él quien se ocupaba de la música y elegía con mucho acierto lo que sonaba en los distintos momentos. Incluso hasta me ha dolido un poco comprobar que dejó muchos de los discos que le fui regalando, cumpleaños tras cumpleaños.
La nevera hace ruido por las noches. En realidad debe hacer ruido constantemente, pero durante el día no me entero. Sin embargo de noche todo está quieto y en silencio. Si la marea está baja, apenas oigo el mar. Entonces es cuando con nitidez escucho los ruidos de la casa, los crujidos, como si estuviera achacosa y enferma. La vieja nevera, ruge por unos minutos y luego se calla. Al rato lo intenta de nuevo. Rechina y se calla, una y otra vez.
Cuando le dije que no tenía claro lo de irme, no pareció demasiado sorprendido. Me dijo lo de la excusa, como también me pudo haber dicho que ya esperaba mi respuesta. Parecía agotado, el examen le había dejado sin fuerzas y parecía no tener ninguna energía para convencerme de nada. Me dijo que quería que le acompañara, como había hecho siempre, pero que no dejaba de respetar mi decisión. A mí me pareció demasiado frívolo. En realidad era una decisión trascendental. Nunca he sabido vivir sin él. Confieso que siempre tuve miedo a que me dejara y de que se fuera para siempre. Así que en aquel pequeño rincón del mundo, creí estar a salvo de su hipotético abandono. Pensaba que todo estaba bien y que no habría más cambios. Habíamos hablado incluso de buscar una casa nueva, sin humedades ni desconches.
Pero lo de cambiar de cuidad y de paisaje vino después. Él cada vez se volvía más inconformista con aquel exilio voluntario al que en un primer momento habíamos llegado tan contentos. Por fin disponíamos de tiempo y de silencio. Era una casa junto al mar, como siempre habíamos soñado, y un pueblo pequeño de gente tranquila. Al principio lo de no tener que hacer vida social nos pareció una buena idea.
Era un viejo chalet abandonado que alguien heredó y rehabilitó. Cuando lo compramos parecía sacado de un cuento infantil. Tenía su tejado rojo y dos chimeneas. Era austero por dentro y su fachada de colores añil, rojo y blanco. Pero por más arreglos que se le hicieron, el viejo chalet estaba agonizante. Cuando no era una cosa era la otra. La cercanía al mar le iba gastando poco a poco y había que repararlo constantemente. Ahora era el asunto de las humedades, pero antes había sido el barniz, las cañerías, los azulejos de la cocina...
Los vecinos del pueblo, acostumbrados a su magnificencia, en medio de sus casitas de pescadores pequeñas y blancas, tenían varias versiones de la historias de aquella casa que todos llamaban “el chalet”. Unos decían que había sido propiedad de un indiano rico, y que allí vino con su hija enferma, que más tarde terminó muriendo muy joven. Otros decían que había sido construido por un suizo, que se enamoró de la isla, y que venía cada invierno, hasta que dejó de vérsele por allí, así que todos suponían que había fallecido. Entonces el chalet se empezó a desmoronar y el salitre le comió parte de su encanto.
Cuando pasamos delante de él aquellas vacaciones y vimos el cartel que anunciaba su venta, nos enamoramos de su planta, aunque quedaba claro que era ya una belleza decadente. No pensamos en todo el trabajo que nos habría de dar el mantenerlo en pie con aires de habitabilidad.
Era como nuestra vida en común. Sentíamos que iba poco a poco en declive. Por eso huimos de la ciudad. Cuando él tuvo una aventura con una compañera de trabajo y yo lo descubrí, asumió su inconsciencia y salimos en pos de nuestra intimidad perdida. Pero la cosa no era tan fácil. Algo se había roto para siempre entre nosotros y el asumir una culpa incierta tampoco era la solución. Siempre supe que la tal aventura no era simplemente eso. En realidad él se había enamorado perdidamente, y le faltó el valor para admitirlo. En aquel momento optó por quedarse conmigo, pero ahora tengo claro que eso no fue lo mejor para ninguno de nosotros. Siempre me he sentido comparada con ella, agradeciéndole de alguna manera a él, que apostara por mí. Aunque ahora pienso que no lo hizo por mí, sino por él mismo y su propia inseguridad. La prueba de que no lo hizo por mí es que ahora se va y no le importa si yo me quedo o no. No sé si en realidad es que no le importa, o si por el contrario, es que se ha cansado de todo esto, de la falsa condescendencia y nuestra civilizada y aburrida coexistencia. Pese a todo hemos compartido buenos momentos, quizá en instantes concretos pudimos alcanzar más intimidad en este espacio de la que nunca habíamos tenido antes, pese a tanto tiempo compartido aunque ahora forme parte del pasado.
Aquel enamoramiento furtivo había sido el primer gran secreto que se interpuso entre nosotros. En realidad lo hizo para no dañarme, pensaba yo. Es posible que esa sea una parte de la verdad. La otra es que no quería que yo lo supiera porque no quería correr riesgos de ningún tipo. Pero lo supe casi desde el primer momento. Esas cosas siempre se saben. Él comenzó a comportarse de manera diferente y reorganizar sus horarios y compromisos. Entonces supe que algo pasaba y decidí abordarlo, no sin cierto temor. Le pregunté abiertamente, así que fue incapaz de negarlo. Cuando me insistió en lo de que solo era una aventura, yo necesitaba oír exactamente eso. Así que en actitud condescendiente opté por retomar mi poder perdido prodigándole a nuestra relación todos los cuidados que hasta ahora había escatimado. Decidimos lo de venir a este pueblo sin pensarlo demasiado. Como queriendo salvarnos de un naufragio. Salió la vacante y él optó a ella, en consenso conmigo. Yo renuncié a mi plaza en la revista a cambio de un incierto trabajo de colaboraciones, y nos fuimos en pos de un incierto reencuentro.
Sin embargo, tras mi mirada atenta hacia el mar se ha producido mi encuentro conmigo. Poco a poco he ido venciendo el miedo. Desde que sentí que el miedo solo es miedo, no me importó perderle, ni que se fuera, ni siquiera la posibilidad de quedarme yo aquí mientras él se escapaba a mi control. Porque ahora sé que en realidad siempre he querido controlarle. Le he controlado a él porque he sido incapaz de controlar mi vida. No obstante, ha sido un control sutil. Casi ni se ha notado. He intentado ser imprescindible en su vida con el fin de acapararle.
Ahora sé que nunca le he mostrado mi intimidad desnuda. He desnudado mi cuerpo, pero no mi alma. He sido incapaz de decirle con honestidad todo aquello que mi autocensura impedía que mostrara. Así es como nos hemos ido convirtiendo en desconocidos. A una parte suya tampoco logré jamás llegar. Se reservaba para sí sus pensamientos, escapando de esa manera a mi supervisión. Dos desconocidos conviviendo en un mismo espacio es algo que no se soporta por mucho tiempo. Cuando vivíamos en la ciudad apenas si caíamos en la cuenta de eso. Cada uno con sus ocupaciones, no teníamos tiempo para vernos. Aquí nos hemos tropezado con nosotros.
Hicimos juntos un viaje el pasado invierno, que posiblemente haya sido el último. Se dejó olvidada en casa su cámara de fotos. No creo tampoco que eso haya sido casual. La única foto que tenemos de ese viaje es en una de las barcazas que cruza el Sena. Yo quería hacer ese paseo y un fotógrafo ambulante nos inmortalizó para la posteridad. En ese viaje me habló del examen, de que quería esa plaza y que iba a optar a ella. Yo fingí interés por el asunto, pero no me lo tomé demasiado en serio. Creí que era uno de sus planes irrealizables. Creo que me cogió con la guardia baja, porque no fui capaz de darme cuenta de que ese asunto lo venía meditando, desde hacía tiempo, a mis espaldas.
En la repisa de los libros está también la foto del Sena. En cuanto llegamos a casa la coloqué en un marco. Ahora que la miro detenidamente, observo su cara taciturna, y me veo con una sonrisa hierática. Parecemos cogidos por sorpresa en plena actuación. Claro que el viaje fue idea mía. Siempre he pensado que en mis vidas anteriores anduve por las calles de París, y creo reconocer sus rincones. Una vez más me evado de la realidad y niego admitir mis verdaderos deseos. En realidad, con un poco más de osadía me habría ido a vivir a París hace tiempo. Me parece una ciudad fascinante y llena de vida. Pero no he sido capaz. Elegí quedarme aquí con él. Ahora me enfurece que él se vaya, aunque me inste a acompañarle, pero lo cierto es que cuando hizo todos los planes, no contó conmigo. Daba por sentado que yo, una vez más, me terminaría acomodando e iría tras él.
Ahora sé que difícilmente volverá. Apenas hubo una llamada cuando aún acababa de pisar Barajas. Luego silencio. Uno más de sus silencios. Intenté contactar con él en dos ocasiones en las que me dijeron que dejara el mensaje desde una voz metalizada y odiosa. Yo opté por callar. Y así mismo sigo: obstinadamente callada, esperando en el fondo de mi alma que intente rescatarme de mi mutismo para al menos salvaguardar mi honor.
La pared necesita una reparación urgente. Hace falta picar y volver a encalar, además de una mano de pintura. Primero pensamos hacerlo juntos, pero cuando empezamos con los planes de ida, aplazamos los arreglos de la casa. Igualmente las cortinas del salón están viejas y totalmente pasadas de moda. Estaban ya ahí cuando llegamos, y decidimos que podrían tirar por unos meses. Así fueron acumulando años. Con el sol y los lavados sucesivos, se han vuelto ajadas y tristes.
Lo que no entiendo es por qué no se llevó los libros. Será que ya no los necesita para nada. Porque quedó bien claro que no piensa volver. Dejó la decisión de nuestro futuro en mis manos. Yo, de ninguna manera quiero cargar con esos libros. Él debe tener claro que no tengo intenciones de moverme de aquí, aunque le prometí pensarlo despacio.
Me adormece el rumor del mar. No sé vivir sin el mar. Pero sé que ese argumento sonaba a excusa. Claro, como que era una excusa. “No sabes vivir sin el mar pero puedes vivir sin mi compañía” -me dijo airado- y lo peor de todo es que no deja de tener razón. Tanto en lo de que es una excusa como en que puedo vivir sin él. Bueno, creía que podía vivir sin él, ahora no lo tengo tan claro.
El sofá del salón tiene su hueco justo en su sitio, donde se tumbaba cada día a descansar un poco y escuchar la música. Ahora yo permanezco del otro lado. Donde me acercaba a masajear sus pies y a compartir nuestro silencio. No necesitaba hablar porque cuando le sentía cerca, todas las palabras estaban de más. Creo que si por fin decido quedarme, haré que vuelvan a tapizar el sofá y rellenen el hueco. Ese espacio será más fácil de llenar que el de su ausencia.
El olor a café me despertaba cada mañana. Ponía la cafetera y se daba una ducha. Yo llegaba a tiempo de apagarla y servirlo. Ambos somos de pocas palabras en la mañana. Solo buenos días y un beso. Hasta que el café hacía su efecto y entonces comentábamos un poco de lo que teníamos previsto para el día. Ayer me dolía la cabeza. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no he tomado café en varios días.
Sus plantas están tristes y con las hojas caídas. También dejó atrás sus plantas aunque no me dijo nada de que las cuidara. Sin embargo sí me pidió que cuidara de mi misma. Me insistió tanto en ese asunto, que hasta llegué a pensar que no me cree capaz de sobrevivir sin él.
El examen fue crucial en su vida. Con eso se resolvía su preocupación de no vegetar para siempre en este pueblo dejado de la mano de dios. Trabajar en un hospital grande y en una ciudad importante era su sueño aunque siempre lo iba posponiendo. Decía que le faltaba el hábito y la disciplina. Yo estaba casi tranquila con todo ese asunto. No le creí capaz de que se pudiera encerrar durante meses con todos sus tomos. Tampoco pensé que ese viaje a Madrid tuviera mayor trascendencia. Una carta certificada con acuse de recibo llegó varias semanas más tarde, cuando yo ni me acordaba del dichoso examen. Decía lo de su nombramiento y le instaban a incorporarse en un plazo fijado, al nuevo puesto de trabajo. Ahí tuve claro de que mi vida iba a sufrir un cambio brusco.
Los cajones del armario ahora están medio vacíos. Antes casi ni teníamos sitio. Ahora sobra mucho espacio. Ese armario recorrió con nosotros tres mudanzas. Lo compramos cuando alquilamos un piso pequeño y nos fuimos a vivir juntos con muchos planes y expectativas. La última vez que lo montamos y desmontamos supimos que no iba a aguantar una nueva embestida, así que en este tiempo apenas lo hemos movido de lugar.
Hoy he echado de menos su música. No porque se la llevara con él. Dejó gran parte de los discos que fuimos comprando en estos años. Era él quien se ocupaba de la música y elegía con mucho acierto lo que sonaba en los distintos momentos. Incluso hasta me ha dolido un poco comprobar que dejó muchos de los discos que le fui regalando, cumpleaños tras cumpleaños.
La nevera hace ruido por las noches. En realidad debe hacer ruido constantemente, pero durante el día no me entero. Sin embargo de noche todo está quieto y en silencio. Si la marea está baja, apenas oigo el mar. Entonces es cuando con nitidez escucho los ruidos de la casa, los crujidos, como si estuviera achacosa y enferma. La vieja nevera, ruge por unos minutos y luego se calla. Al rato lo intenta de nuevo. Rechina y se calla, una y otra vez.
Cuando le dije que no tenía claro lo de irme, no pareció demasiado sorprendido. Me dijo lo de la excusa, como también me pudo haber dicho que ya esperaba mi respuesta. Parecía agotado, el examen le había dejado sin fuerzas y parecía no tener ninguna energía para convencerme de nada. Me dijo que quería que le acompañara, como había hecho siempre, pero que no dejaba de respetar mi decisión. A mí me pareció demasiado frívolo. En realidad era una decisión trascendental. Nunca he sabido vivir sin él. Confieso que siempre tuve miedo a que me dejara y de que se fuera para siempre. Así que en aquel pequeño rincón del mundo, creí estar a salvo de su hipotético abandono. Pensaba que todo estaba bien y que no habría más cambios. Habíamos hablado incluso de buscar una casa nueva, sin humedades ni desconches.
Pero lo de cambiar de cuidad y de paisaje vino después. Él cada vez se volvía más inconformista con aquel exilio voluntario al que en un primer momento habíamos llegado tan contentos. Por fin disponíamos de tiempo y de silencio. Era una casa junto al mar, como siempre habíamos soñado, y un pueblo pequeño de gente tranquila. Al principio lo de no tener que hacer vida social nos pareció una buena idea.
Era un viejo chalet abandonado que alguien heredó y rehabilitó. Cuando lo compramos parecía sacado de un cuento infantil. Tenía su tejado rojo y dos chimeneas. Era austero por dentro y su fachada de colores añil, rojo y blanco. Pero por más arreglos que se le hicieron, el viejo chalet estaba agonizante. Cuando no era una cosa era la otra. La cercanía al mar le iba gastando poco a poco y había que repararlo constantemente. Ahora era el asunto de las humedades, pero antes había sido el barniz, las cañerías, los azulejos de la cocina...
Los vecinos del pueblo, acostumbrados a su magnificencia, en medio de sus casitas de pescadores pequeñas y blancas, tenían varias versiones de la historias de aquella casa que todos llamaban “el chalet”. Unos decían que había sido propiedad de un indiano rico, y que allí vino con su hija enferma, que más tarde terminó muriendo muy joven. Otros decían que había sido construido por un suizo, que se enamoró de la isla, y que venía cada invierno, hasta que dejó de vérsele por allí, así que todos suponían que había fallecido. Entonces el chalet se empezó a desmoronar y el salitre le comió parte de su encanto.
Cuando pasamos delante de él aquellas vacaciones y vimos el cartel que anunciaba su venta, nos enamoramos de su planta, aunque quedaba claro que era ya una belleza decadente. No pensamos en todo el trabajo que nos habría de dar el mantenerlo en pie con aires de habitabilidad.
Era como nuestra vida en común. Sentíamos que iba poco a poco en declive. Por eso huimos de la ciudad. Cuando él tuvo una aventura con una compañera de trabajo y yo lo descubrí, asumió su inconsciencia y salimos en pos de nuestra intimidad perdida. Pero la cosa no era tan fácil. Algo se había roto para siempre entre nosotros y el asumir una culpa incierta tampoco era la solución. Siempre supe que la tal aventura no era simplemente eso. En realidad él se había enamorado perdidamente, y le faltó el valor para admitirlo. En aquel momento optó por quedarse conmigo, pero ahora tengo claro que eso no fue lo mejor para ninguno de nosotros. Siempre me he sentido comparada con ella, agradeciéndole de alguna manera a él, que apostara por mí. Aunque ahora pienso que no lo hizo por mí, sino por él mismo y su propia inseguridad. La prueba de que no lo hizo por mí es que ahora se va y no le importa si yo me quedo o no. No sé si en realidad es que no le importa, o si por el contrario, es que se ha cansado de todo esto, de la falsa condescendencia y nuestra civilizada y aburrida coexistencia. Pese a todo hemos compartido buenos momentos, quizá en instantes concretos pudimos alcanzar más intimidad en este espacio de la que nunca habíamos tenido antes, pese a tanto tiempo compartido aunque ahora forme parte del pasado.
Aquel enamoramiento furtivo había sido el primer gran secreto que se interpuso entre nosotros. En realidad lo hizo para no dañarme, pensaba yo. Es posible que esa sea una parte de la verdad. La otra es que no quería que yo lo supiera porque no quería correr riesgos de ningún tipo. Pero lo supe casi desde el primer momento. Esas cosas siempre se saben. Él comenzó a comportarse de manera diferente y reorganizar sus horarios y compromisos. Entonces supe que algo pasaba y decidí abordarlo, no sin cierto temor. Le pregunté abiertamente, así que fue incapaz de negarlo. Cuando me insistió en lo de que solo era una aventura, yo necesitaba oír exactamente eso. Así que en actitud condescendiente opté por retomar mi poder perdido prodigándole a nuestra relación todos los cuidados que hasta ahora había escatimado. Decidimos lo de venir a este pueblo sin pensarlo demasiado. Como queriendo salvarnos de un naufragio. Salió la vacante y él optó a ella, en consenso conmigo. Yo renuncié a mi plaza en la revista a cambio de un incierto trabajo de colaboraciones, y nos fuimos en pos de un incierto reencuentro.
Sin embargo, tras mi mirada atenta hacia el mar se ha producido mi encuentro conmigo. Poco a poco he ido venciendo el miedo. Desde que sentí que el miedo solo es miedo, no me importó perderle, ni que se fuera, ni siquiera la posibilidad de quedarme yo aquí mientras él se escapaba a mi control. Porque ahora sé que en realidad siempre he querido controlarle. Le he controlado a él porque he sido incapaz de controlar mi vida. No obstante, ha sido un control sutil. Casi ni se ha notado. He intentado ser imprescindible en su vida con el fin de acapararle.
Ahora sé que nunca le he mostrado mi intimidad desnuda. He desnudado mi cuerpo, pero no mi alma. He sido incapaz de decirle con honestidad todo aquello que mi autocensura impedía que mostrara. Así es como nos hemos ido convirtiendo en desconocidos. A una parte suya tampoco logré jamás llegar. Se reservaba para sí sus pensamientos, escapando de esa manera a mi supervisión. Dos desconocidos conviviendo en un mismo espacio es algo que no se soporta por mucho tiempo. Cuando vivíamos en la ciudad apenas si caíamos en la cuenta de eso. Cada uno con sus ocupaciones, no teníamos tiempo para vernos. Aquí nos hemos tropezado con nosotros.
Hicimos juntos un viaje el pasado invierno, que posiblemente haya sido el último. Se dejó olvidada en casa su cámara de fotos. No creo tampoco que eso haya sido casual. La única foto que tenemos de ese viaje es en una de las barcazas que cruza el Sena. Yo quería hacer ese paseo y un fotógrafo ambulante nos inmortalizó para la posteridad. En ese viaje me habló del examen, de que quería esa plaza y que iba a optar a ella. Yo fingí interés por el asunto, pero no me lo tomé demasiado en serio. Creí que era uno de sus planes irrealizables. Creo que me cogió con la guardia baja, porque no fui capaz de darme cuenta de que ese asunto lo venía meditando, desde hacía tiempo, a mis espaldas.
En la repisa de los libros está también la foto del Sena. En cuanto llegamos a casa la coloqué en un marco. Ahora que la miro detenidamente, observo su cara taciturna, y me veo con una sonrisa hierática. Parecemos cogidos por sorpresa en plena actuación. Claro que el viaje fue idea mía. Siempre he pensado que en mis vidas anteriores anduve por las calles de París, y creo reconocer sus rincones. Una vez más me evado de la realidad y niego admitir mis verdaderos deseos. En realidad, con un poco más de osadía me habría ido a vivir a París hace tiempo. Me parece una ciudad fascinante y llena de vida. Pero no he sido capaz. Elegí quedarme aquí con él. Ahora me enfurece que él se vaya, aunque me inste a acompañarle, pero lo cierto es que cuando hizo todos los planes, no contó conmigo. Daba por sentado que yo, una vez más, me terminaría acomodando e iría tras él.
Ahora sé que difícilmente volverá. Apenas hubo una llamada cuando aún acababa de pisar Barajas. Luego silencio. Uno más de sus silencios. Intenté contactar con él en dos ocasiones en las que me dijeron que dejara el mensaje desde una voz metalizada y odiosa. Yo opté por callar. Y así mismo sigo: obstinadamente callada, esperando en el fondo de mi alma que intente rescatarme de mi mutismo para al menos salvaguardar mi honor.
8 Comentarios
Tus relatos poseen un tono tan realista e íntimo, que es difícil leerlos sin un nudo en la garganta. Las plantas, los libros, los ritos en común, el café que ya poco sentido tiene cuando es sólo para uno.
ResponderEliminarLos lectores buscamos la verdad a través de la ficción o de la memoria, y cuando está tan bien scrito ni nos cuestionamos la posibilidad de que sea sólo ficción o una historia adornada con retazos de distintas historias, porque lo asumimos como real, todo lo que nos cuentan es verdad, sucedió, afectó a otros y nos afecta a nosotros, porque las circunstanias suelen ser muy repetitivas.
Excelente narración mi querida Encarna
Un abrazo grande
Hola Jorge. Es un relato de absoluta ficción. Pero ya sabes... el alma de quien escribe se cuela por las rendijas de sus textos. Lo único real es el escenario. Creo que actualmente es un museo. de niña, fue mi fuente de fantasía ese viejo chalet.
ResponderEliminarUn abrazo querido amigo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEl verdadero arte de un relato intimista como este, Encarna, es el que -como dicen los italianos- si non e vero e ven trovato, es decir, que si no es verdad, lo parezca realmente. Y el tuyo logra enganchar desde el primer reglón conectando con la fibra emotiva del recuerdo, por que, ¿quién no tiene un desamor que guarda en un rincón de su alma como una herida ya cicatrizada pero aún dolorosa al tacto quizás trémulo, quizás añorante, de los dedos del recuerdo?
ResponderEliminarYo me he emocionado al leerte.
Un abrazo.
"Todo pasa y todo queda".
ResponderEliminarFormidable narración.
Saludos
Hermosa historia.
ResponderEliminarTu respuesta a Jorge es, en cierto modo la respuesta a mi reflexión. Uno nunca sabe al leerte si el personaje es el personaje, o es Encarna. Son relatos de un absoluto intimismo que no descuidan la descripción de lo fundamental del entorno en que se realizan. Hermosa, amiga del alma!
ResponderEliminarVuelvo a leerlo y más me gusta este escrito. Saludos afectuosos, querida Encarna.
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