ENCARNA MORÍN -.
Cuando acertó a mirarse, por primera vez en todo el día, estaba aferrada con sus dos manos al carrito de la compra como si le fuera la vida en ello.
Hacía la cola en la caja con el carro lleno hasta rebosar. El espejo de la vitrina la colocó por un instante frente a sí misma. Se miró, no sin sorpresa. ¿Era ella, con aquella pinta? Aceptó a reconocerse de muy mala gana. Ni varias semanas a dieta estricta le iban a devolver su silueta esbelta, ni siquiera unas horas al sol y el mejor maquillaje, disimularían las manchas que se iban instalando en su rostro. Unas profundas ojeras le recordaban su falta de sueño. Desde que se había planteado dormir sin somníferos, la noche era una eternidad plagada de pesadillas. Así que casi había decidido desistir de tal proeza. Un valium antes de irse a la cama le garantizaba unas cuantas horas de ausencia pero, aún así, eran insuficientes.
Llegó al supermercado en una loca carrera. Había olvidado la lista, como siempre. Pero todo estaba en su cabeza. Recorrió los pasillos, no sin indignarse porque le habían cambiado un par de artículos de su ubicación habitual. Ese cambio sorpresivo e inesperado le iba a llevar unos preciados minutos de búsqueda, con los cuales no había contado.
Llenó el carrito repasando minuciosamente los estantes. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, hacía lo mismo. Sus idas al supermercado eran un karma. Ni manera de deshacerse de esa responsabilidad sin sentirse culpable. El mundo podía hundirse, que ella solo se sentía tranquila cuando lograba dejarles llena la nevera. Su rol de abastecedora de alimentos no era como para sentirse realizada, pero la tranquilizaba. Atiborraba la nevera y, entonces, se sentía aligerada de tanta responsabilidad.
Es por eso que había ido relegando la peluquería, las lecturas interesantes y los paseos con las amigas. Incluso había dejado de comprarse un par de zapatos que le encantaban. De haberse comprado aquellos maravillosos zapatos, su carro estaría ahora menos repleto.
Todo podía esperar excepto su responsabilidad proveedora, que parecía no tener fin. Era como intentar llenar de agua una vasija con múltiples agujeros. Una tarea infructuosa. Cargar la compra hasta el coche, arrastrarla hasta el ascensor, colocarlo todo en su lugar correspondiente.... la frenética carrera por los pasillos del super, a la caza y captura de las marcas, fechas de caducidad y precios, no eran nada comparado con la labor de colocar todo en su sitio.
Ahora estaba en la fila y se miraba desgreñada y decadente. Al inevitable paso de los años entre carrito y carrito, le hacía frente ahora cuando no había remedio. Después de convertirse en una experta de las ofertas, las compras en tiempo record y las frutas y verduras de temporada, no había grandes sorpresas en este mundo nutricional. Si acaso, una nueva línea de yogures o quizá algún congelado muy socorrido para casos de emergencia. El resto era más de lo mismo. Todo envasado al vacío, hasta el arroz cocinado en su correspondiente frasquito.
-“¡Uuuufff!” - Un golpe de calor le asaltó sin previo aviso-. Por lógica, estaba pensando en la menopausia. Con sus años era casi lo esperado. No llevaba abanico ni pensaba llevarlo jamás, así fuera que la sensación de calor la derritiera. Eso de ventilarse en público era de verdad deprimente, no ya por su paso a la reserva, ni siquiera por el fin de su capacidad reproductora. Era algo más que eso. El pasillo de los tampones y compresas iba a dejar de interesarle para siempre. Pero lo del abanico, eso sí que no. Nunca jamás pensaba ir pregonando a los cuatro vientos que se había vuelto vieja, que andaba en retroceso biológico, pese a lo de su desaliño y todo eso. Una cosa es que se descuidara un poco y otra rendirse, sin más, a aceptar que entraba en otro grupo. Era lo único que le faltaba. De ahora en adelante, sus necesidades consumistas iban hacia la leche de soja, las cápsulas de aceite de onagra y todo un listado de productos para atacar los síntomas. Solo para atenuar los síntomas, que nadie iba a devolverle sus hormonas perdidas, sus estrógenos a la deriva, amenazando una y otra vez con un hormigueo sofocante, que al principio tardó en asociar -tal era su capacidad de negación-.
La lista de tareas que le esperaba, una vez lograra salir de aquel atolladero de carritos, era, como siempre, interminable. Tanto, que ni llevaba agenda. Alguna vez le habían regalado alguna a comienzos del año e intentó seguirla, llena de buenos propósitos, aunque finalmente terminó abandonándolos. Su ocupada vida no tenía cabida en un cuaderno. Si tuviera que anotarlo todo perdería un tiempo precioso. No existía el diario capaz de recoger todo lo que formaba su vida tan estresante, aunque tanto ajetreo se resumía en nada en concreto. Todo el día de acá para allá, para que al final de la jornada tener la sensación de no haber hecho algo realmente útil.
Intentaba encontrar unos minutos para su afición artística. Pero eso era todavía más difícil que lo de la peluquería. Desde que una vez fuera a un cursillo de manualidades se había vuelto una forofa de las figuritas de miga de pan. Elaboraba la pasta que luego moldeaba dándole forma. Primero hizo flores, centros de mesa, mariposas... chorradas. Llenó toda la casa de aquellas figuras, que parecían sacadas de algún catálogo de todo a un euro. Luego se atrevió con más y empezó a hacer pendientes, colgantes, broches... que todas sus amigas elogiaban. Fue entonces cuando acarició la idea de hacer esculturas. Se encerraba con su masa y salían unas extrañas formas armoniosas de las que ella misma desconocía su significado. Las terminaba y esmaltaba con extremo cuidado. Luego no se atrevía a mostrarlas, aunque sus extrañas representaciones tenían identidad propia. Reflejaban su ánimo. No tenía tiempo para dedicarse de lleno a ellas, pero siempre andaba planeando algo. En sus fantasías más osadas pensaba poder exponerlas algún día, hecho que iba posponiendo cada vez más en el tiempo.
Así las cosas, se volvía a mirar en el espejo ahora que avanzaba la cola y, por fin, estaba cerca de la caja. Todo era tan frío e impersonal que nadie la reconocía en aquel sitio, pese a que lo visitaba varias veces por semana. Para colmo de males casi ni se reconocía ella misma. En estos momentos se volvía reflexiva. De aquella chica rebelde que quería comerse el mundo quedaba poco. Había terminado por convertirse en una caricatura de lo que había soñado. Empeñada, a pesar de todo, en no aceptar que su suerte estaba echada. Tanto, que no era dueña y señora de su tiempo ni de sus energías. Todo se le iba en ocuparse de ellos -sus hijos- y correr a toda velocidad al tiempo que no dejaba de sentirse culpable. Como no quería una culpa más añadida en su lista, se encargaba del asunto de la despensa de manera intachable.
En la estantería de la caja, donde solían colocar las ofertas, estaban apiladas varias botellas de lambrusco. Con el vaivén de la cinta transportadora una de esas botellas cayó al suelo, llenándolo todo de un rosado espumoso. La cajera, hasta ahora impasible, cogió el micro para llamar a la señorita Yasmina. Así fue como entonces ella supo que “acuda al terminal diez”, quería decir que haga el favor de venir a la caja. La jerga de la megafonía del super era algo que nunca antes se había preocupado en descifrar.
La señorita Yasmina la mira y ella no sabe cómo explicarle que no hizo nada para que el lambrusco fuera a estrellarse contra el piso, pero la chica ni le escuchaba. Mejor se hubiera ahorrado las excusas, ya que ella tira un chorro de lejía sobre la mancha y friega sin más. No se da cuenta de que acaba de estropearle sus vaqueros nuevos. Ni le importa, ni se disculpa. Sus flamantes vaqueros, salpicados de lejía, se suman al resto de decrepitudes que venían a reflejarse en el espejo contiguo a la caja.
El acto mecánico de poner la compra en la cinta, de forma rauda, como si alguien estuviera detrás azuzándola, lo hace colocando los productos iguales apilados, al tiempo que llena las bolsas teniendo en cuenta que los congelados vayan juntos y que lo pesado se coloque debajo, aunque luego, en el portabultos del coche, si no tiene cuidado, lo pesado quedará arriba ya que será lo último que saldrá del carrito. Por eso ha diseñado su propia estrategia para transportar las bolsas en un orden horizontal.
Carga el carro y lo empuja hacia el montacargas, indignándose de nuevo por las ruedas bamboleantes que hacen que se desplace sin control. Sus bíceps han terminado por fortalecerse de tanto intentar enderezar el carro, que quiere ir en dirección contraria a donde ella le empuja. Si no fuera porque el tiempo siempre apremia haría una reclamación en toda regla. También en el ascensor había un buen espejo donde mirarse, esta vez de frente, puesto que no bajaba nadie más. Decididamente esta misma semana iría a la peluquería.
De cómo fue dejando que el desánimo se apoderara de su cuerpo, era algo que casi ni recordaba.
-Total para qué, nadie va a reparar en mí -se decía resignada-.
Ese volverse casi invisible le llegó poco a poco. Primero dejó de maquillarse, luego empezó a usar zapatos cómodos y sin tacón, ropa holgada... Le daba igual que el bolso y los zapatos combinaran, todo daba lo mismo. No había ningún día especial en su vida, por tanto, no tenía que poner un énfasis especial en su atuendo. No dejaba de sentirse aislada en medio de tanto tumulto. Allá donde fuera había gente por doquier que no reparaba en las otras personas, en una carrera sin tregua, siempre en una veloz marcha hacia algún lado. Lo de menos era la meta, lo realmente importante era no dejar de correr para batir su propio récord.
La tentativa de mudarse de ciudad la tuvo mientras estuvo acomodándose a esta nueva vida. Después de tantos años de matrimonio, ahora vivía sin un hombre cerca. La ruptura se produjo en algún momento años atrás, pero la coexistencia pacífica les llevó a soportarse por un tiempo. Cuando el silencio solo era sustituido por gritos y desplantes decidieron poner fin a aquella farsa, perdiendo así la oportunidad de celebrar las bodas de plata que estaban al caer.
Entonces no había sentido miedo, ni siquiera soledad. Cualquier soledad era nada comparada con su soledad de cerca de alambres que parecía existir en su cama en aquel matrimonio de los últimos años. Su soledad de abrazos vacíos, cuando recurrió a su novio de juventud, posiblemente buscando más que sexo, caricias y afecto. Al menos entonces encontró un motivo para engalanarse mientras iba a su encuentro. Fuera de eso, siguió sintiéndose sola. Absolutamente sola. Hasta que también esta historia languideció, confirmándose así la teoría de que nunca las segundas partes fueron buenas.
No solo no se mudó de ciudad, buscando un lugar bucólico en medio de la naturaleza sino que, además, aprendió a conducir en medio del tráfico, a bregar con las cuentas de la casa, a colocar estanterías, a instalar enchufes y a reparar grifos. Estas eran tareas añadidas que ella siempre había procurado eludir porque lo de su jornada de trabajo y sus tareas domésticas siempre habían estado ahí, sin cuestionarlas para nada. Incluido -cómo no- el supermercado.
En medio de la vorágine del tráfico fantaseó con que su vida fuera suya. Ahora no sabía vivir sin los chicos pero si ellos crecieran de golpe y fueran autónomos, entonces ella sería dueña de su tiempo. Sin compras, sin lavadoras, sin la plancha, sin la culpa... todo el tiempo para ella y sus figuritas de miga de pan, para leer, tomar el sol, mudarse de ciudad, salir de compras, tirar de la tarjeta alguna vez...
¿Podía imaginarse una vida así? ¿Realmente podía? ... de momento sobrevivía pensando en el sueño casi irrealizable de salir de tanto tumulto, de tanta presión, al tiempo que no dejaba de cumplir su tareas al pie de la letra, con tanto empeño que sus sueños de libertad - su secreto mejor guardado- eran el asidero en el que se sostenía para poder seguir en esto. Igual que hacía con el carrito, una vez lleno, se agarraba a él, por no dejar sus manos vacías a los costados de su cuerpo. No sabría entonces que hacer con ellas.
Se introdujo con el coche en la otra cola para salir, por fin, de aquel atolladero. “Inserte su tarjeta”, decía el letrero de la maquinita del parking. Después de que obedientemente lo hiciera la barrera se izó, franqueándole el paso.
-Qué pasada esto de la tecnología -se dijo-. Parecía que todo funcionaba por arte de magia. Al mismo tiempo, no dejaba de sentir dos ojos enormes vigilándola de cerca en cada instante: cuando aparcaba, cuando circulaba despistada pensando en sus cosas y rebasaba los ochenta kilómetros prescritos, si no encendía las luces en el túnel o si, por el contrario, las mantenía encendidas al salir de él. “Vigile la presión de sus neumáticos, no hable por el móvil mientras conduce, no entre en el túnel con gafas de sol”… El tipo que escribía estos eslóganes nunca tenía la idea de desearle a la gente un buen día o de decirle que esbozara una sonrisa.
Sentía que vivía en un mundo de normas, por más que se había pasado media vida luchando contra ellas. Al resto de los humanos las normas no le generaban tanto conflicto. Al menos, parecían acatarlas sin dificultad. Ella percibía que llevaba un dedo índice acusador tras su cuello, señalándola implacable, que le caería encima en forma de multa en cualquier momento. Odiaba las normas sin sentido. Una vez controlaba todas las normas imprescindibles aparecían otras nuevas, por lo que se volvió incluso un poco insegura ante cualquier afirmación rotunda que escuchara en boca de alguien. Vivía en medio de aquella vorágine sintiéndose acosada, vigilada, asustada, limitada...
Una vez en la calle se introdujo en el atasco con mucha resignación. Sabía que los escasos dos kilómetros hasta su casa se transformarían en casi veinte minutos de tensión. Siempre era igual y hoy no iba a cambiar. Atenta a los semáforos, a los peatones, al carril contiguo... Ponía la radio para escuchar la música de moda y reconocer que tenía un oído pésimo. Nunca recordaba el nombre de la cantante de aquella canción que tanto le gustaba ¿era Lila Downs? Tenía una voz preciosa que le recordaba a la negra Sosa, emanaba vida y cantaba en femenino.
Prefería no sintonizar ninguna emisora de noticias porque la ponían fatal. Era una tremenda sensación de impotencia. Se sentía mal y no veía qué poder hacer al respecto, así que decidió no saber nada de la actualidad y todo eso. En esa actitud derrotista constataba su envejecimiento inminente. Antes, pensaba que siempre se podía hacer algo frente a la injusticia. Ahora, por el contrario, se había vuelto realista, tremendamente realista.
En una época le dio por hacer figuritas inspiradas en carteles pacifistas, con un casco militar como maceta con su plantita o una paloma picasiana con la rama de olivo. Las hacía restándole horas al sueño o poniendo como menú cualquier fritango precocinado. Cuando se sentía inspirada nada la apartaba de su creatividad, ni siquiera el niño que insistente la reclamaba, una y otra vez, hasta que por fin conseguía su trocito de masa y se mantenía entretenido por unos minutos. Pero en el fondo de su alma no creía en su propio talento. El desaliento vino a decirle que ya estaba bien de tantas estupideces, que todo el tiempo perdido habría que recuperarlo con creces. Así que no insistió en su obra, que pasó a ser almacenada en unas cajas de cartón envueltas en plástico burbujeante, pasando a mejor vida, hasta que algún día llegara la exposición pendiente, con palabras de elogio por parte de alguien y modesto agradecimiento por la suya...
-¡Delirios de grandeza, locuras de inconsciente desocupada! -diría su ex irónicamente-
Lo peor era eso, que empezaba algo y lo dejaba a medias. No se creía capaz de aportar algo realmente válido, tanto, como para que justificara sus horas de ausencia del supermercado y las tareas propias de su rol materno, que tan a pecho se tomaba para dejar de sentirse culpable de todo. Culpable, culpable, culpable... hiciera lo que hiciera nunca consideraba que fuera suficiente. Hasta había llegado a pensar, más de una vez, qué derecho tenía de traer hijos a este mundo si luego no era capaz de aportarles lo mejor. Con los hijos compartía buenos momentos, pero también les sentía distantes.
En cada instante que tomaba para sí se sentía como una ladrona usurpando algo con nocturnidad y alevosía. Mientras se encargaba de las tareas pensaba que no tenía tiempo para cuestionar nada, a la vez que justificaba esa apatía solapada que empezaba a minarla. Su cabeza empezaba a saturarse, así que últimamente dejaba sus llaves, las tijeras, el móvil... olvidados en cualquier sitio, luego tenía que hacer el recorrido mental retrospectivo para caer en la cuenta de donde estaban.
Pero su espíritu rebelde, más allá de todo convencionalismo, había permanecido intacto con el transcurso de los años. No podía ser que todo hubiera sido en vano -se decía a menudo-. Tantas manifestaciones clandestinas y tanto discurso asambleario no iban a terminar en nada. No podía ser que todos -ellos y ellas- hubieran cambiado la aspiración de un mundo justo por unos cuantos objetos de confort. Algunos por un lujoso apartamento en la playa y otros por los costosos trajes de Armani -eso ya eran palabras mayores-.
No parecía posible tanta amnesia. Pero sí, lo era. Aunque sus ex compañeros de lucha pertenecían ahora a alguna organización sindical o política -todo dentro de un orden- donde ventilaban su jerga del pasado que aún permanecía inamovible. Ahora esa palabrería se utiliza para justificar que frente al mundo globalizado hay que ofrecer respuestas desde dentro. Engañar al enemigo para que parezca que transigimos… pero siempre sin abandonar la causa.
Como todo ese discurso les llevaba una larga vida en pos de un cambio que jamás llegaba, ella concluyó en que habían terminado por creer sus propias mentiras. Así que se alejó de todos, defraudada e inconformista. No les creía nada. Cada vez que uno de ellos salía en la prensa, con foto a todo color, la única forma posible de venganza que imaginaba era recordarle joven, sin calva, sin barriga y sin el Rolex, alzando la voz en una asamblea como líder mediático de un pasado, del que ahora renegaba.
-Su vida privada será una mierda -se decía- pensando que al menos en eso ella podría tener alguna ventaja. Pero cuando miraba para adentro no estaba tan segura de ello. Al menos los coches oficiales no pagaban multas, ni impuestos, tampoco necesitaban buscar aparcamiento, ni siquiera tenían que conducirlos. Y eso del supermercado, en realidad ni debieron de sufrirlo, pues pese a tanta demagogia ellos entonces estaban en la asamblea enalteciendo a las masas, porque “ellas” estaban ocupándose de los niños de ambos y de otras tareas de menor valía. Así era, y así seguía siendo, a pesar del tiempo transcurrido.
La globalización ha venido y nadie sabe como ha sido -pensaba cada vez que le entraba complejo de hormiga en el caos ciudadano al volante de su coche-, pero honestamente no se quería cambiar por nadie. No es que fuera mejor ni peor, solo que no perdía de vista en ningún momento que la vida es efímera, y cada instante irrepetible.
Pensaba, pese a todo, seguir soñando con las figuritas que saldrían de sus manos cuando tuviera tiempo, con el abrazo del niño al irse a la cama cada noche, con sus sueños de diosa que encuentra el amor jamás imaginado, con el hombre especial que la acepta, que la quiere sin más y que no le importan sus pechos caídos y sus estrías abdominales. Sueña, cada vez que puede, y nadie osa interceptar sus sueños. Baila cuando está sola y nadie puede verla... Tiene dos buenas amigas con las que puede llorar sin pudor, pasea y corre por la playa con el perro, que está tan viejo y gordo que siempre termina quedándose atrás. Se reconoce como ser individual entre tanto bicho viviente y, algunas veces, recibe hermosos ramos de flores que le envía un amigo de adolescencia.
Como si de una especie de complicidad se tratara, Sabina en la radio la retorna al pasado "Con la frente marchita..."
Iba cada domingo a tu puesto del rastro a comprarte
Monigotes de miga de pan, caballitos de lata.
Con agüita de un mar andaluz quise yo enamorarte
Pero tú no tenías más amor que el río de La Plata.
5 Comentarios
Notable. Todo lo que cuentas es reconocible, palpable, demasiado humano.
ResponderEliminarAbrazos
Impecable historia. Cotidiana, el drama urbano, la urgencia, la soledad, el vivir para ir tapando los hoyos de cada minuto. Me gustó mucho.
ResponderEliminarLa sensación de soledad y vacío acuciadas por ese potente altavoz de sentimientos y de realidades que es la menopausia, reflejados tan magistralmente por ti en este relato, Encarna, cautiva y desasosiega al mismo tiempo.
ResponderEliminarSin duda plasmas la durísima realidad de muchas mujeres (y de algunos hombres, ¿por qué no reconocerlo?) que poco a poco se ven desplazados de una vida que ya ni comprenden ni sienten como propia, sino que ven como, sin saber de qué manera ni por qué, han pasado ser las estrellas principales de la película a meros figurantes casi sin frase en el guión.
Un relato sin duda al nivel de tu pluma, Encarna.
No deja de colarse la experiencia personal en los textos que escribimos. Lo del lambrusco y los vaqueros, fue una experiencia que viví en primera persona.
ResponderEliminarEste es uno de mis viejos relatos al que tengo un especial cariño. Por cierto... esos vaqueros manchados de lejía, aún están en mi armario ¿será la nostalgia?....
La autoconciencia del deshoje, el cuestionamiento de lo imposible, porque en pretérito todo es imposible, no se reescribe nada, sólo se idealiza en el vacío, y a veces el ventarrón difumina con violencia esa idealización. Adónde voy, en el texto se vislumbra el Finish con los objetivos apenas cumplidos, muchas veces reinventados al paso, calafateados para que el barco no se siga hundiendo.
ResponderEliminarLo que hace Encarna lo hacen muy pocos escritores, es decir, cuando la leemos sabemos que es Encarna, es reconocible, su voz, su calidad, sus temas, sus pausas.
Un abrazo fuerte y felicitaciones, Encarna.