La costumbre creciente de las conmemoraciones, ese empeño en hacer de la memoria una pared en que recostarse ante el vacío del horizonte, la ansiedad por encontrar un ancla que salve de los extravíos del tiempo que nos rebasa, mantienen a la humanidad celebrando los días con sus acontecimientos memorables, por penosos o por ejemplares, y los meses y los años por las largas resistencias al sufrimiento o por las conquistas de humanidad y nobleza.
Nuestra América, descuidada con sus logros y atollada en los debates sin fin sobre batallas, banderas y límites, se acerca con reconocimiento y preguntas al espacio literario que hace cincuenta años fundó lectores bajo el nombre de nueva literatura latinoamericana o boom de la novela y de los cuentos.
Un acercamiento a la génesis de cuanto sucede desde entonces mostraría un empeño coincidente por la modernidad, como si años y años signados por el atraso recibieran la sacudida de un deseo veraz de transformación. Y ello implicara un ponerse al día con el pasado y una mirada distinta sobre cuanto habíamos aceptado como fatal eternidad.
En la política y en la economía se proponían deslindes que aún no alcanzan sus propósitos de igualdad y libertad. Carlos Fuentes murió con el interrogante sin respuesta de por qué las artes y las ciencias de América han tenido el desarrollo espléndido que nos conforta y anima, y a pesar de lo admirable de las reflexiones teóricas, seguimos confundidos por la cáfila de pícaros que corroen cualquier institucionalidad y expropian toda idea virtuosa.
Así las narraciones que estremecieron a un lector acomodado a categorías invariables: la naturaleza, la maldad y la bondad como energías inmodificables, la riqueza y la miseria atributos de designios de lo alto; mostraron que en los empedernidos fumadores solitarios de Juan Carlos Onetti, en la digna carencia de los coroneles de García Márquez, en el absurdo del tablón de ventana a ventana de Julio Cortázar, en el niño que sube escaleras de mármol para llegar al inquilinato o accesoria en La Habana, de Cabrera Infante, existía una angustia, una vida, que mantuvieron sumergida aquellos que continuaron, en el desespero de su supervivencia, la gesta de la conquista. Los hierros y corazas que quedaron enredados en la selva o soldados por el óxido en las islas y playas del Caribe, se cambiaron por el atuendo del banquero o del agiotista, la cola de pingüino del gobernante, el vestido fúnebre del jurisconsulto. Y así.
Entonces un lenguaje cuyo designio era nombrar, ponerle nombre a cuanto aparecía, sueños, tierras, árboles, ríos, sentimientos, inventar las palabras que fueron arrebatadas y ahora hacían falta, mostraba su poder de revelación y también de invocación. Te nombro porque te amo. Te nombro porque te odio. Te nombro para saberte. Y me oyes. Oyes.
Volver a los cincuenta años de ilusiones fuertes implica contemplar el panorama que esa literatura abrió. Su significación para entender a Rulfo y a Borges, a Felisberto Hernández y a José Félix Fuenmayor y lo que sigue. Y quienes cacarean sin poner huevo que lean el discurso que mandó Roth al premio de Asturias: Yo soy estadounidense.
3 Comentarios
La cáfila de pícaros no nació de esta tierra. La cáfila cruzó los mares para venir a saquear, a enemistar.
ResponderEliminarNáufragos. Eso es lo que entiendo de todos estos actos.
ResponderEliminarLa imposición totalitaria y totalizadora del boom, literatura como entretención, literatura como experimento, literatura como estructura, pero nunca a ras de suelo, nunca escarbando en la vida íntima, cotidiana, vulgar, llena de cicatrices y contradicciones, la vida de casi todo el mundo.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo Roberto.