Una vez fue de público a un programa de la televisión local. Se subió a una guagua que transportó a varias personas del barrio, desde la Asociación de Vecinos hasta el plató televisivo. Un poco antes de entrar, les pasaron por una especie de cafetería donde les ofrecieron té, café, algún refresco, agua... y algo sólido: un bocata a elegir entre jamón, mortadela italiana o queso. Carmela casi se va, no por el pánico escénico ni porque la pudieran ver sus hijos y nietos, sino porque de repente se sintió ridícula, engalanada y de peluquería a buena mañana, cuando a esa hora ella normalmente nadaba un poquito cada día y daba su paseo por la playa. O bien andaba con las tareas de la cocina, si es que alguno de los hijos pasaba a comer.
Pero de allí no se movió. La colocaron en un espacio bien visible, cerca del pasillo, y le dieron instrucciones para aplaudir, levantarse, sentarse, etc... Sacó el abanico que llevaba en su bolso, no porque realmente sintiera calor, sino porque necesitaba tener algo en la mano. Desde que años atrás pasara por los sofocos menopáusicos, se había acostumbrado llevarlo consigo a todos lados. Así, mano sobre mano, sin nada que hacer, se sentía ridícula. Una señorita muy educada le pidió amablemente que lo guardara, cosa que ella hizo de muy mala gana. Justo en ese momento volvió a sentir deseos de marcharse. Pero allí se quedó, inmóvil, como había hecho otras tantas veces en la vida.
Entre bambalinas, la televisión era mucho más fea, desordenada y artificial de lo que aparecía por la pantalla. Se sentía como gallina colgada en palo del gallinero, esperando instrucciones para cacarear.
En medio de un grupo de rock aficionado y una contorsionista oriental, salió un presentador engominado a entrevistar a diversos héroes y heroínas -anónimos hasta ahora- que habían dedicado su vida a alguna noble causa. Esto a Carmela le empezó a parecer más real, así que dejó de aburrirse sin remedio y prestó atención. Mientras lo hacía, repasaba mentalmente la lista de la compra que tendría que hacer nada más salir de allí. Dudaba acerca de si finalmente se habría dejado la plancha enchufada antes de salir y eso la descentró un poco. Recordó que tenía que pasar por la casa de su amiga Rosa, pues desde que le diagnosticaron el cáncer, no dejaba de hacerle compañía a diario. Lo peor de haber envejecido, era ver como se iban marchando los amigos. Hasta dos de los pretendientes que tuvo de joven ya habían muerto.
Una de las mujeres entrevistadas habló de lo duro que fue pasar la niñez en un orfanato, del que había salido con estudios primarios y algunos conocimientos de taquigrafía y mecanografía que le sirvieron para poco. Luego se colocó de costurera en un taller y allí conoció al padre de sus siete hijos, del que enviudó joven. Su vida había sido una lucha permanente para sacar a su prole adelante. Sus hijos e hijas la adoraban y ella, acostumbrada a la entrega incondicional, se dedicaba plenamente al voluntariado en una ONG. Ahora encontraba un nuevo sentido a su existencia.
-Mirándolo bien -pensaba Carmela- viene a ser casi lo mismo que hago yo. No sé vivir sin ocuparme de alguien. Pero, a diferencia de ella, yo sé por qué lo hago. No quiero pensar. Lo hago para no pensar. Quiero sentirme útil, necesaria... por eso lo hago.
En ese momento sintió que la cámara le enfocaba de cerca y ella no estaba aplaudiendo. Ahora tocaba aplaudir. La señora de al lado se sonaba y lloraba quedamente, así que la cámara se ensañó con ella y la enfocó en un indiscreto primer plano. Carmela pensó que la pobre mujer tendría como todas, su propia historia dolorosa, por eso se daba permiso para llorar, al tiempo que compadecía a la eventual protagonista.
Mientras tanto, su mente seguía viajando fuera de aquel plató. Cuando fuera al supermercado, que no se le olvidara el café. Últimamente le fallaba mucho la memoria. El café nunca podía faltar en su casa. Por su cocina pasaba todo el barrio a contar sus penas o alegrías. Ella les ofrecía café y les escuchaba atentamente. La gente siempre volvía. De sí misma hablaba poco, y en caso de hacerlo, nunca se le ocurriría ir a contarlo en la tele, delante de todo el mundo. No porque tuviera vergüenza, sino porque en realidad su historia no tenía nada de interesante -pensaba ella aislándose por completo de aquel barullo- Le dolía la espalda y estaba incómoda en aquella posición, así que intentó acomodarse, moviéndose un poco. A cada movimiento suyo, la cámara le caía encima enfocándola, o al menos a ella se lo parecía. Así que intentó salir de allí a hurtadillas. “En realidad no tenía que haber venido a perder el tiempo de esta manera. Tampoco tengo jabón de lavadora, ni arroz. Y mañana me harán la mamografía bien temprano, aunque sea pura rutina, me tiene algo inquieta”.
Hizo un ademán de avisar a la señorita que antes le recriminara por lo del abanico. Y de pronto, sin saber cómo, se vio cogida de la mano y descendiendo pasillo abajo, mientras el gallinero aplaudía eufórico. Entonces, sin saber bien por qué, decidió hablar sin tomar aliento. Las palabras salían espontáneamente, al tiempo que se transportaba al pasado. Al hacerlo, le salió al encuentro aquella niña que fue, y que aún se asoma a la vida a través de los ojos de esta mujer madura.
-Mira, mi niño -Carmela se dirige en ese momento al presentador- tú porque eres joven, porque los que ahora somos mayores hemos batallado mucho, pero mucho, en esta vida. La vida que nos ha tocado vivir tiene su mérito. En la mía creo que no hay muchas cosas importantes. Lo más interesante es haber llegado hasta aquí y conservar la ilusión a pesar de todo. Desde que casi muero quemada con el petróleo de un quinqué, que se me viró encima, yo aprendí a verlo todo de otra forma. Era un día de labranza muy grande, y nos dio la noche recogiendo las papas. Fuimos a ordeñar la vacas al oscuro, alumbrados por la luz de aquel quinqué que terminó por prender en mi cuerpo. Desde entonces, me encomiendo a dios cuando algo no sé cómo se va a solucionar y no pierdo nunca de vista que mañana puedo morirme. Cuando me quemé, hasta llegaron a decirme que eso era porque mi belleza de niña joven era ofensiva. Nos culpaban por todo, nadie era capaz de rebelarse. A pesar de todo, mi cara no conserva ninguna secuela y pretendientes tuve muchos, no vayas a creer...
Tuve un novio formal con el que debía casarme por poderes. Él se fue a Venezuela, ya sabes que antes aquí no se podía prosperar y se pasaban muchas penurias. Los hombres jóvenes emigraban. Al principio yo creía que cumpliría mi palabra y me convertiría en su esposa. Pero luego me arrepentí. No era como ahora con tanto móvil y teléfonos. Antes, una carta tardaba hasta un mes... y yo me fui olvidando de él. Como había sido tan respetuoso conmigo, entre nosotros no había más que palabras. Ni un beso, ni una caricia, ni nada. Nada a lo que aferrarme. Así que yo, una vez arrepentida de la palabra que había dado, me ocultaba de las visitas de su familia, y escondía sus cartas. No quería saber nada más de aquel asunto. Ese matrimonio y ese hombre no eran para mí. Lo que está de dios no falla, y yo me emperreté en que no lo quería. No sé si es que no lo quería o que estaba asustada, o si es que era muy joven para tomar decisiones tan definitivas. El caso es que le di de lado, me fui de su vida sin decir ni adiós, nada-
Carmela, ahora que había cogido carrerilla, respiraba hondo para continuar hablando. La gente del público esperaba confusa la consigna del señor de los cartelitos, que no sabía bien que orientación dar al personal. El presentador se removía un poco incómodo con aquella señora que se salía del guión y a la que habían confundido con una programada espontánea que debía estar sentada en aquel mismo lugar del pasillo. Entonces, Carmela siguió con su alegato:
-No tenía ninguna explicación para justificar mi decisión. Era tan buen muchacho –decían todas las mujeres de la familia – que lo mío era tentar a la suerte. La callada por respuesta, eso es lo único que le di. Mal hecho por mi parte, pero no podía hacer otra cosa. Ni siquiera al cabo de los años, cuando ya los dos éramos abuelos, pude dejarlo tranquilo explicándole. Un día se sentó en mi cocina. Vino de visita a la isla y mi comadre se presentó con él en mi casa. Yo mondaba las verduras del potaje y estaba toda desgreñada, con una gripe que me había tenido tres días en cama. Él me habló de sus hijos, sus nietos, su vida... mi comadre nos dejó solos por unos minutos y entonces “conversamos”. Es decir él habló, para contarme cuanto había llorado en solitario en aquel país extraño, y cuanto tiempo siguió con la esperanza de volver y encontrarme. Solo abandonó su idea cuando supo que me había casado. No dejaba de piropearme y de decirme que estaba tan guapa como siempre, aunque yo sabía que ese día estaba espantosa. Pero me gustó escucharlo. Al final, nos aferramos a pequeñas cosas que nos hacen sentir que estamos vivos y que alguien nos quiere, o al menos que nos han querido. A veces me pregunto por todo aquello que pudo haber sido y no fue. Que no estaba para mí. La vida... se nos va sin darnos cuenta, y tanto apuro, corriendo a todos lados y preocupándonos por cosas que no merecen la pena.
Dicho esto, sacó el abanico y se levantó muy digna, al tiempo que no dejaba de ofrecer al presentador un cafecito en su casa, cuando quisiera ir por allí a ver todas las muchas necesidades del barrio, donde los políticos aparecían cada cuatro años para pedir el voto.
-Un día de estos nos vamos a matar por aquellos escalones que están todos rotos y sin barandas. Seguimos esperando por un parque y que vengan a barrer las calles como en la zona de Triana. No crea usted que la vida ha cambiado tanto, no lo crea. Vivimos un poco mejor, pero los pobres seguimos siendo pobres...
Carmela salió por un costado, donde la luz era poca, y casi tropieza deslumbrada por los focos. Buscaba una salida y un lavabo para hacer pis. Llevaba tantas horas fuera de casa, que acababa de caer en la cuenta de su urgente necesidad de ir al aseo. Escuchó a lo lejos un barullo, que si habían perdido veinte minutos por controlar mal al personal.
-¡Que alguien explique de donde salió esta señora! - gritaba el realizador- Ahora tenemos que volver a grabar y vamos con el tiempo justo.
Ella se dirigió a la salida y esperó pacientemente a que pasara un taxi. A su lado estaba la protagonista de los siete hijos y el marido muerto. La miraba de reojo y le sonaba su cara. Subieron juntas en el taxi. Fuera de los focos, la heroína de barrio, se explayó a gusto con Carmela. Le contó su historia con todo lujo de detalles. En la tele el tiempo estaba tan cronometrado, que había tenido que obviar los pormenores, y lo realmente importante de su historia, venía a estar en aquellas anécdotas cargadas de vida. Por fin se sentía comprendida.
Y si la plancha quedó enchufada, ya lo solucionaría al llegar a casa…menos mal que no había olvidado las llaves dentro, ya le había pasado alguna vez. Pero ahora su tintineo tranquilizador sonaba dentro del bolso.
4 Comentarios
Las mujeres siempre damos la cara.
ResponderEliminarMuy bueno
Hay algunos "canarismos" en este texto. Por ejemplo guagua es un autobús en español.
ResponderEliminarEstá inspirado en un personaje real la vecina de enfrente de mi cole, que siempre me invita a café en la hora de recreo. Entre uno y otro cafecito compartimos nuestras cosas...
El escenario es ficcionado, por supuesto.
Guaguas en Chile le decimos a los bebés.
ResponderEliminarTu forma de retratar la complejidad de la mujer, sus preocupaciones, su sentido protector, el habitual semi abandono de sí mismas para priorizar a los demás, y todo eso narrado de una forma inigualable.
Es un gusto leerte, querida Encarna.
Tuvimos unos amigos chilenos que pasaron por la isla en su paso a Noruega. Era la época de Allende. Luego vino la tormenta.
ResponderEliminarEl hombre tenía una beca para estudiar pesquería. Yo era una adolescente y ellos fueron casi nuestra familia por una año. Lo divertido que recordamos de ellos fue cuando Marcela, recién llegada de Viña del Mar, se acercó hasta una tienda de cosas de bebé y preguntó por el precio de un cochecito para pasear una guagua. No se imaginan la cara de la dependienta...