ENCARNA MORÍN -.
Hasta que no se instaló en su asiento de la guagua para volver a casa, no cayó en la cuenta de que llevaba todo el día con dos zapatos distintos. Eso sí, eran del mismo color. Sintió una especie de bochorno, y entonces reparó en que había notado a lo largo de la mañana que su pie derecho andaba ligeramente más holgado que el izquierdo. Intentó esconder los pies bajo el asiento, percatándose no obstante, de que ésta era una tarea inútil, pues aunque nadie mirara hacia ellos -o al menos eso parecía- ella se sentía el blanco de todas las miradas.
Pero no sólo eran sus zapatos, tampoco había caído en la cuenta de que su camiseta y sus pantalones no entonaban demasiado, y no digamos nada de su ropa interior. La había cogido medio dormida del cajón y juraría que si las bragas eran de color negro, el sujetador sería blanco, o viceversa.
Hacía tiempo que no miraba mucho para sí misma, no sólo por falta de tiempo -que también- sino porque de alguna manera se había impuesto una austeridad que justificaba en aras de una necesaria comodidad. Hasta tal punto, que sus propias compañeras de trabajo dijeron sorprenderse de lo bonitas que eran sus piernas, la primera vez en tres años que la vieron con una falda casi corta que guardaba desde tiempos inmemoriales.
Pensaba que no quería ser esclava de la moda, que no tenía intención de ir cada día al gimnasio a luchar contra la evidente flaccidez de sus músculos, que su belleza interior era la que realmente contaba… Pero el día en que se tropezó con sus dos zapatos de pares diferentes, uno con lengüeta y otro sin ella, decidió que debía hacer algo con su apatía auto impuesta.
De joven, tan ocupada de los niños, del trabajo, de bajar la montaña de camisas cada domingo, pues progre todo lo que quieras, pero su marido -progre también- no iba a aparecer en su trabajo con una camisa arrugada. De lunes a viernes trabajaba y hasta encontraba un espacio para la militancia, el compromiso social, y todas esas cosas que tanto marcaron a las personas jóvenes de su generación. El fin de semana tocaba tareas domésticas y visitas familiares. ¿Qué espacio quedaba para cuidar de sí misma o para divertirse? Poco, la verdad es que bien poco. En parte porque faltaba siempre tiempo, o porque se sentía muy cansada y además porque siempre andaban sin un duro, con lo justito.
Vio crecer los niños, guardando su primer diente de leche. Fue a todas las manifestaciones pacifistas de entonces, hasta que un buen día, sin que ella lo tuviera previsto, su marido progre le espetó en la cara que se había enamorado de otra. Aquel hombre con el que aprendió a hacer el amor, con el que había pasado noches en vela mientras los niños tenían la varicela, el hasta ahora dialogante y buen compañero... se había enamorado de otra.
Encajarlo no resultó fácil -aún trata de aceptarlo-, pero no exactamente el hecho de que él se fuera de su vida por sorpresa -desde entonces no ha vuelto a planchar más camisas, todo hay que decirlo-, sino el hecho triste y jodido de que se sintió literalmente despreciada. Tan cogida de sopetón, que sólo le dio por llorar. El mundo se volvió por un tiempo gris oscuro mientras ella se preguntaba una y otra vez, qué carajo tenía aquella otra mujer para que él la abandonara, después de tanto día a día compartido.
Pasado el tiempo, supo que en realidad nadie se muere de desamor. Rememoraba el sexo aburrido y monótono en que andaban en su último período de relación, admitiendo finalmente, que lo que realmente le ha impedido levantar cabeza en todo este tiempo, ha sido, no solo su orgullo herido sino también ese cansancio denso acumulado, que le ha llevado a no hacer nuevos intentos, a volverse casi invisible. Totalmente enfrascada en lecturas formativas, en la lucha por la causa de las mujeres y en el cuidado de los hijos, que pasaron de usar pañales a la maquinilla de afeitar, casi sin que ella pudiera darse cuenta...
Ocupada de su trabajo, de mantener la casa en orden y su vida programada, no había reparado hasta el incidente de sus zapatos en que necesitaba abrazos, que la vida se le escapaba de las manos, que el tiempo pasaba veloz, que los chicos seguían su camino y que ella aún no podía disfrutar de cosas simples dejando la culpa tras la puerta.
No tenía muy claro cuáles iban a ser sus próximos pasos. Sabía a ciencia cierta que ella era la única responsable de sí misma.
Pensó que si mañana fuera el último día que tuviera de su tiempo, lo último que le preocuparía sería su atuendo. Percibió lo efímero de la vida, decidiendo de pronto, que ya iba siendo hora de vivirla intensamente.
En mitad de la calle se quitó los zapatos, y descalza, echó a correr con una especie de extraña sensación de libertad, mientras reía a carcajadas.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
9 Comentarios
Excelente. bello texto que emociona.
ResponderEliminarTemiendo y pensando en situaciones como esa, recuerdo a mi madre hacer largas e inentendible exhortaciones.. no las entendía del todo pero las guardaba para cuando sea necesario. Cuando no te ha pasado, no es fácil entender cómo pega ser cambiada por "otra", entonces el mundo se viene abajo y todo lo vivido aparece teñido por una sombra de pena infinita. ¿Será realmente todo tiempo perdido o entregado? El dolor no deja ver nada positivo, hay que ponerse en esos zapatos y comprender que el dolor no entiende razones. Cuando la tristeza se va recién es posible volver a andar. En casos como estos, los aconsejadores sobran... los duelos amorosos deben ser siempre lo más intimo del alma.
ResponderEliminarMuy bueno, saludos.
Ese "cansancio denso acumulado". Que nos lleva a lamernos como gatos para superar nuestras heridas pasadas, y a no empreder nuevos desafíos, nuevos vuelos.
ResponderEliminarEl tiempo, sólo el tiempo parece ser el mejor farmacéutico.
"Nadie muere de desamor", una frase perfecta.
Excelente narración, querida Encarna.
Un abrazo fuerte
Hay momentos en los que el desánimo nos gana la partida. Ahí estamos más cerca de la muerte que de la vida. ¿realmente merece la pena llorar por quien se ha ido y no volverá jamás?.
ResponderEliminarNadie muere de desamor, claro que no! El desamor es una enfermedad crónica que te acompaña hasta el fin. Hay que intentar superarse como la mujer del relato.
ResponderEliminarbien dicho Dulce Sofía, "el desamor es una enfermedad crónica que te acompaña hasta el fin". http://www.youtube.com/watch?v=L7v53H1dKak
EliminarEnfermedad típicamente femenina, por otro lado.
ResponderEliminarLo de mirarse a los pies, por casualidad, y sorprenderse de verlos enfundados en zapatos de diferente color es como para ponerse a reflexionar sobre los pasos perdidos, el desamoramiento, el hábito, e cansancio de la falta de abrazo. Encarna:
ResponderEliminar"...no había reparado hasta el incidente de sus zapatos en que necesitaba abrazos... que los chicos seguían su camino y que ella aún no podía disfrutar de cosas simples dejando la culpa tras la puerta. No tenía muy claro cuáles iban a ser sus próximos pasos"
Me dejó clavada en este punto tu relato, recordando la pena que pasé ante mis estudiantes al verme con un zapato negro y otro azul marino (escogidos entre penumbras, amaneciendo sola de nuevo) y como me puse a reír por no saber qué hacer.
"Zapatero ¡a tus zapatos!", "La que tiene tienda que la atienda o si no que la venda", eran refranes referidos a la mujer que debe estar con los pies en la tierra.
Pero de nada me servían porque ya no sentía ni la tierra debajo de mis pies, ni sabía adónde iba ni si caminaba o no, ¡ni siquiera sabía ponerme un par de zapatos!
Tu final me toma por sorpresa porque no me siento tan resuelta como tú, y no corro.
Este final es reciclado. Tenía otro ya que fue escrito hace tiempo. Pero en este momento quería que ella tomara las riendas de la vida. Abrazos guapa.
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