El fantasma del callejón

ENCARNA MORÍN -.

Me esperaba cada noche en el callejón de los fantasmas, sentado en una vieja lata de pintura vacía que usaba a modo de taburete. Yo llegaba jadeando de cansancio y él, implacable, quería compartir conmigo su último trago del día. Era una de tantas almas invisibles que transitaba aquella oscuridad.

Juanita ya había dejado de ofrecerse como carne magra al mejor postor, y dormía entre cartones con su chaqueta a modo de frazada. 

El perro de Walter mordía un hueso duro de roer tras un intenso día sentado a los pies de su amo, que se fingía ciego para conseguir alguna limosna mientras arrancaba notas de su vieja flauta.

Dos borrachos majaderos hablaban y hablaban en medio de la nebulosa de sus cerebros y su tufo a alcohol rancio. Arreglaban el mundo a su manera, de la única forma posible para ellos: fantaseando en que algún día dejarían aquella vida. Despotricando de los gobernantes, de los ricos y de todos los que vivían en medio de la ciudad de neón junto a ellos, pero sin verles como si fueran fantasmas de verdad.

Sabía que me esperaba. Siempre lo hacía. La brasa de su colilla entre los dedos era su señuelo. Detrás de aquel fantasma estaba él, bien agazapado. Esperaba cada noche su encuentro conmigo como si fuera su último asidero con la vida.

Se mantenía a una prudente distancia. Y me contaba un nuevo capítulo de su historia. Al hacerlo formulaba preguntas en voz alta, a las que ni él ni yo respondíamos. Simplemente no teníamos respuestas.

No siempre había sido un vagabundo. Hubo un tiempo en el que no lo fue. Un largo y veloz recorrido le trajo hasta el callejón. Cuando cayó en la cuenta de que el Rolex y el deportivo habían desparecido, estaba en la cola del comedor social con una bandeja de metal entre sus manos. 

Yo le creía, había algo en sus andares y en su presencia que hacían creíble cuanto contaba. Por eso, porque sabía que le tomaba en serio, me esperaba cada noche en la penumbra, hasta que caía rendido. A veces le daba por llorar y otras terminaba enojado con el mundo. Insistía en que entre este lado y el otro, hay sólo medio paso para caer en el vacío. Y ahí estaba, fisgando desde el fondo del abismo, clamando por una identidad que ya no era suya, buscando un trocito de humanidad en la mirada.


Fotografía: Kristhóval Tacoronte.

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2 Comentarios

  1. Anónimo11/7/13

    que los fantasmas sientan soledad, que quieran no asustarnos sino compartir un trago de vino un pedazo de sus vidas fantasmales de cuando estaban vivos, hace pensar para quién seremos fantasmas nosotros; Encarna, gracias porque estás escribiendo como una reina; hace tiempo que hacía falta un relato de fantasmas y mira por dónde, viene de Canarias!

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  2. Los fantasmas son nuestros traumas cobrando vida interior.

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