JUAN PABLO JIMÉNEZ -.
"Pregúntale a los milicos
qué hicieron en La Moneda…"
Sabina
Allende miraba por la ventana. Esa gente era Chile. Ese Chile que él defendió en la ONU. Ese Chile del trabajador, del obrero, de la señora del almacén. Había hablado de alamedas abiertas y libertad. La Moneda era un refugio pasajero. Un estrado. Desde allí Allende estaba destinado a cerrar el círculo para que se abriera otro camino. Volarse los sesos no era un acto cobarde. Era una acción de arte. De intervención. De terminar con todo para que pudiese germinar la vida. Le gritaban. Le decían que la cosa empeoraba. Le dije que ese Pinochet era un conchasumadre. Pero usted dale con tratarlo como un regalón, como el hombre de confianza, le dijo al oído un GAP y Allende pensó que el que después asesinaría a Prats era el verdadero traidor, el verdadero cobarde. Viva el pueblo. Vivan los trabajadores. Fusil en mano. Allende se había adelantado. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Tarde o temprano. Estaba escrito.
En la Alameda los chilenos parecían moverse como hormigas frenéticas. En La Moneda caían bombas para pulverizar el pensamiento, las alamedas abiertas y el futuro ése esperanzador. ¡No se asusten, hueones! ¡Así se escriben los recovecos de la Historia! Chile se caía a pedazos. Allende miraba por la ventana en larguísimos silencios que en realidad duraban segundos. Se caían a pedazos los sueños, las mejores intenciones. Los rostros que él había visto recorriendo Chile. Abajo, en la vereda, algunos ya había en el suelo sintiendo las patadas que les quebraban las costillas. Desde otras ventanas, mujeres abrazaban a sus hijos para que no escucharan ese radioteatro que estaba pasando allá afuera. Así no tendrían memoria. Allende, en ese mismo silencio profundo del que sabe lo que viene, abrazó a cada uno de los que estaban en la sala. Allí estaban los perros fieles. Los que acompañan hasta la muerte. Allí había un puñado de hombres con sueños similares, que habían esperado lo mejor de las intenciones del Presidente. Más tarde los otros apagarían cigarros en vaginas de mujeres; pondrían electricidad en testículos; torturarían para sentir el placer de extirparle a alguien el honor. Allende estrechó manos, golpeteó hombros, mientras tanto afuera se escuchaba la explosión de bombas así como en las películas de guerra. Allende llamó a la calma. A dejar que el río siguiera su curso. Él era un instrumento. Un canal de conexión con todo lo que estaba pasando. Por esa misma ventana regalaba palabras de dignidad. Que ciertas cosas tenían que conseguirse a través del equilibrio. Allende sabía que Pinochet se lo cagaría. Sabía que la Tencha lo engañaba. Sabía que lo acorralarían ese mismo día. Estaba absorto en el papel que estaba interpretando en este radio teatro del que hablaba la madre a su hijo al otro lado de una ventana en un block del costado. Llegar solo a la vagina materna. Morirse solo al volver al suelo. De ahora en más morirá gente… Así como yo, muchos deberemos entregarnos a las garras del monstruo, como sacrificio para encontrar la tranquilidad colectiva. Mis palabras, mis miles de palabras, se incrustarán en las murallas de las casas, en el césped de las plazas, en las calles y podrán en el futuro transformarse en un testimonio. Me voy porque es la improvisación que se haría en una obra de teatro. Me voy porque él mismo dijo que terminando con la perra, se acababa la leva. Me voy por mis hijos. Me voy porque es posible cerrar los ojos. Me voy para ser espíritu en medio de los futuros mártires. Me voy porque soy yo el escritor de este pedazo de historia nacional y soy yo el que debo ponerle punto final. No fue de inmediato la muerte de Allende. A medida que la bala pasaba en cámara lenta por su cabeza, millones de fotogramas pasaban por los últimos microsegundos antes de que el alma, los 21 gramos, se le esfumaran por magia. Y de nuevo vio ese país. Esos rostros. La bala abrió la cabeza de Allende como si fuera una sandía. Su sangre coronó una muralla y un sillón. Su ropa, intacta. Sus lentes, serían parte de un museo. En La Moneda todo se silenciaba –solo el disparo del Presidente había roto ese protocolo–. Afuera, explotaban bombas, se apaleaba a la gente, sonreían los sediciosos mirando la tevé. Yo lo dije… el día del pico me sacarían vivo de aquí…
En la Alameda los chilenos parecían moverse como hormigas frenéticas. En La Moneda caían bombas para pulverizar el pensamiento, las alamedas abiertas y el futuro ése esperanzador. ¡No se asusten, hueones! ¡Así se escriben los recovecos de la Historia! Chile se caía a pedazos. Allende miraba por la ventana en larguísimos silencios que en realidad duraban segundos. Se caían a pedazos los sueños, las mejores intenciones. Los rostros que él había visto recorriendo Chile. Abajo, en la vereda, algunos ya había en el suelo sintiendo las patadas que les quebraban las costillas. Desde otras ventanas, mujeres abrazaban a sus hijos para que no escucharan ese radioteatro que estaba pasando allá afuera. Así no tendrían memoria. Allende, en ese mismo silencio profundo del que sabe lo que viene, abrazó a cada uno de los que estaban en la sala. Allí estaban los perros fieles. Los que acompañan hasta la muerte. Allí había un puñado de hombres con sueños similares, que habían esperado lo mejor de las intenciones del Presidente. Más tarde los otros apagarían cigarros en vaginas de mujeres; pondrían electricidad en testículos; torturarían para sentir el placer de extirparle a alguien el honor. Allende estrechó manos, golpeteó hombros, mientras tanto afuera se escuchaba la explosión de bombas así como en las películas de guerra. Allende llamó a la calma. A dejar que el río siguiera su curso. Él era un instrumento. Un canal de conexión con todo lo que estaba pasando. Por esa misma ventana regalaba palabras de dignidad. Que ciertas cosas tenían que conseguirse a través del equilibrio. Allende sabía que Pinochet se lo cagaría. Sabía que la Tencha lo engañaba. Sabía que lo acorralarían ese mismo día. Estaba absorto en el papel que estaba interpretando en este radio teatro del que hablaba la madre a su hijo al otro lado de una ventana en un block del costado. Llegar solo a la vagina materna. Morirse solo al volver al suelo. De ahora en más morirá gente… Así como yo, muchos deberemos entregarnos a las garras del monstruo, como sacrificio para encontrar la tranquilidad colectiva. Mis palabras, mis miles de palabras, se incrustarán en las murallas de las casas, en el césped de las plazas, en las calles y podrán en el futuro transformarse en un testimonio. Me voy porque es la improvisación que se haría en una obra de teatro. Me voy porque él mismo dijo que terminando con la perra, se acababa la leva. Me voy por mis hijos. Me voy porque es posible cerrar los ojos. Me voy para ser espíritu en medio de los futuros mártires. Me voy porque soy yo el escritor de este pedazo de historia nacional y soy yo el que debo ponerle punto final. No fue de inmediato la muerte de Allende. A medida que la bala pasaba en cámara lenta por su cabeza, millones de fotogramas pasaban por los últimos microsegundos antes de que el alma, los 21 gramos, se le esfumaran por magia. Y de nuevo vio ese país. Esos rostros. La bala abrió la cabeza de Allende como si fuera una sandía. Su sangre coronó una muralla y un sillón. Su ropa, intacta. Sus lentes, serían parte de un museo. En La Moneda todo se silenciaba –solo el disparo del Presidente había roto ese protocolo–. Afuera, explotaban bombas, se apaleaba a la gente, sonreían los sediciosos mirando la tevé. Yo lo dije… el día del pico me sacarían vivo de aquí…
2 Comentarios
Un intento destacado en la historia universal por avanzar hacia una sociedad más justa.
ResponderEliminarLo que no dijo Allende, lo que no alcanzó a decir, lo han expresado y lo siguen expresando sus millones de seguidores posteriores.
Un abrazo, estimado Juan Pablo.
Justicia necesaria de refrescar la memoria colectiva. La oficialidad reinante, miente, confunde y tergiversa...sobre todo tras años, muchos años de tener todos los medios y recursos.
ResponderEliminarUn abrazo solidario Juan Pablo.