El ciego que amaba el cine mudo

ALBA SABINA PÉREZ -.

Cada tarde, cuando enmudecían los eucaliptos, pasaba por la calle hacia el Cine Club con su bastón. Cogido de la mano del lazarillo. El viejo ciego caminaba con trote firme, sin dudar, pisando las hojas en otoño si hacía falta, sorteando la lluvia en el asfalto en invierno y la calzada caliente del verano. Cada tarde iba al Cine Club, compraba la entrada y se sentaba junto a su lazarillo. Era un viejo cine detrás de la Sainz de Baranda, donde solo ponían películas mudas, y él, como si todo fuese con él, como si su ceguera no existiese, se sentaba frente a la pantalla, en la segunda fila y (no) veía obras maestras de Murnau, Chaplin o Eisenstein mientras escuchaba el piano de fondo. Solo le alcanzaban los sentidos para embelesarse con el perfume de la pianista, que ya, sin duda, había alcanzado su misma edad.

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