ROBERTO BURGOS CANTOR -.
A lo mejor la insatisfacción humana, el desespero por una quietud desequilibrada , hacen imperceptible los cambios graduales. Es una calamidad porque los anuncios, ruidosos o enmascarados , con que se presentan las épocas de bonanza o de infortunio, no se ven. Las sociedades se sorprenden o se paralizan, inmersas en territorios de horror pasmado o de indiferente progreso.
Así, hace años, Cartagena de Indias era un arcadia de vecindades aceptadas. Una red de direcciones familiares y cierto conocimiento de los otros que permitía dirigir la risa o concentrarlas mortificaciones.
En el mapa de convivencia se marcaban las ubicaciones: el ladrón de patio, el carpintero de ribera, el amante disimulado, el albañil de pozas sépticas, la modista, el fotógrafo, el peluquero a domicilio, el boticario, el sobador de dolores, la leedora del destino. Caminar por el centro de la ciudad vieja, entre los comentaristas de esquina y de plazoleta, era participar de un vínculo vocinglero donde se tejía la información general con los detalles nimios de cada vida. Del interior de los balcones de vientre que se atravesaban en las aceras salía alguna voz que rebotaba en la penumbra de los espejos interiores y podía inquirir por alguien que viajó, por la embarazada, por la salud, y mandar saludos. De las azoteas llovía una clave amistosa, reconocible sin rostro, derramando un mensaje de alegría cómplice. Y de los balcones altos en los cuales alguien, todavía en piyama, mira el periódico del día, surge un comentario sin interrumpir al paseante cierta noticia.
Con la invasión de foráneos que adquieren casonas y las convierten en residencias de paso o en hospederías o restaurantes o almacenes, la anterior forma de vivir se fue disolviendo. Nadie sale ya en bata de levantar arrugada por el sueño a barrer el andén frente a la puerta de su casa. Ya no hay con quien hacer la primera conversación matutina, la que empieza con la intimidad de un sueño, y recibía el rumor de las máquinas de las tres imprentas.
Se instaló un espacio anónimo donde muchos vienen a descansar de su identidad y los ruidos de la fama. Dicen que varios contaron los pasos de Greta Garbo. O vieron el garbo frío de Julio Iglesias. O se sonrieron con Ornella Muti sin reconocerla. O de Niro en una barra de bar negó ser él. Ninguno tuvo que ponerse un disfraz como el de su Alteza, Felipe II, quien cruzó el océano para inspeccionar los gastos.
Apenas el viernes anterior, un hombre silencioso, alto, de cabellos y barba canos, frente despejada y nariz aguda, caminaba y ponía sus ojos quietos en el tramo de las bóvedas. Lo acompañaba una mujer vestida de blanco: ostentaba esa extraña belleza que parece surgir de una pasión entre una mística y un ángel.
Es probable que en los cuentos que escribe ahora J.M. Coetzee aparezca esta ciudad.
1 Comentarios
Visitas inadvertidas, son las mejores y más aún en la literatura.
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