CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
Siendo las nueve de la noche en punto, el ventanal
abierto nos arroja, además de frío, un persistente bullicio metálico. Desde los
balcones de los edificios cercanos se oye el choque de tenedores y cucharas sobre
cacerolas, ollas, teteras, pailas y woks, en protesta por el aumento de la
delincuencia en comunas alejadas del centro de Santiago. La convocatoria, a
través de las redes sociales, proviene de un grupo particular, crítico de las
políticas de seguridad del gobierno socialista, demasiado permisivas para su
gusto. El llamado incluye hacer ruido con cualquier implemento –cacerolas,
bocinas y alarmas- para dejar en claro el descontento de los vecinos cercanos a la
Cordillera ante la inseguridad que los asola (se declaran apolíticos y, por lo
tanto, no desean hacer causa común con quienes abogan por la gratuidad de la
educación y el fin de la pensiones y la salud en manos privadas). Su
principal fuente informativa son los noticiarios de televisión que todos los
días dan cuenta de violentos ataques del lumpen en contra de residencias
particulares y comercio establecido. Estos últimos, con los testimonios de los
afectados, causan mayor alarma en la opinión pública.
Ella me invita a tomar la movilización vecinal con humor
y salir a comprar pan a la esquina. Bajamos al primer piso y me anuncia que
bromeará con el conserje. Le pregunta dónde está su cacerola. “No, a mí no me
han robado el auto, así que no protesto”, contesta éste siguiendo el juego. Ella
celebra el mutismo en los diferentes pisos de nuestro edificio, pero el conserje la contradice: “Reciencito, señora linda,
un propietario de un departamento me llamó para reclamarme por el llanto de un
perrito. Pero ahora con el caceroleo, no dice nada. Para que usted vaya viendo
lo que piensa la gente de ‘su’ edificio”.
Afuera, los automovilistas –también vecinos de comunas
alejadas del centro- se entusiasman y hacen sonar sus bocinas con majadera
continuidad. Asoman sus cabezas por las ventanas, levantan el pulgar a quienes
los aplauden y el dedo del medio a quienes los increpan. Cuando cesa el
caceroleo, se oyen los últimos bocinazos calle arriba como si se tratara de la
celebración de un triunfo deportivo.
La comparación no es antojadiza. El país se apronta a
disputar la final de la Copa América, certamen de fútbol del cual somos anfitriones,
frente a la selección de Argentina. La fanaticada desconoce la supremacía de
nuestros próximos rivales, campeones continentales y del mundo en varias
oportunidades. Nosotros, en cambio, pasa el tiempo y seguimos luciendo el par
de medallitas secundarias obtenidas con tanto esfuerzo. La fanaticada enumera
en calles, hogares, cafés y redes sociales los fraudes que han beneficiado a nuestros
vecinos del Atlántico para alcanzar esos logros que hoy nos arrojan a la cara:
trampas, sobornos, infracciones y goles ficticios, intoxicaciones en el equipo contrario,
extraños visitantes a hoteles de concentración y camarines. Frente a eso, se
enumeran hazañas bélicas, reales y potenciales, de nuestros valientes soldados
del siglo XIX en adelante. Se reivindica la decencia, la honestidad, el patriotismo
y el espíritu guerrero que nos caracteriza, ante las acusaciones de haber
contado con favoritismo arbitral, entre otros empujoncitos, para llegar a esta
instancia decisiva (mandar a los bolivianos a jugar al puerto de Valparaíso y a
los brasileros a la frontera temucana es sólo mera casualidad). Conclusión: no
somos más honestos porque el horario vigente evita que amanezca más temprano.
Mientras ni una gota de agua cae sobre el territorio, pienso en la frase de Albert Camus, rescatada esta semana de un muro virtual: “Todos insisten en su
inocencia, a toda costa, aun si ello significa acusar al resto de la raza
humana y aun al cielo”.
3 Comentarios
QUE MARAVILLA!!
ResponderEliminarCaceroleros, fanáticos y tramposos. Una tromba de chilenos que no provocan precisamente orgullo.
ResponderEliminarBuenísimo texto, estimado amigo.
No parece que estén mejor que nosotros. Muy bueno. Saludos.
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