CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
Ignoro cuánto han cambiado los usos y costumbres de los lobeznos desde hace tres décadas. Sin embargo, aún recuerdo la reprobación de mis pares ante la más mínima manifestación de simpatía, predilección o vínculo hacia seres del otro sexo de parte de alguno de nosotros. Curiosamente, aquello era considerado una muestra de debilidad, una suerte de evidente mariconismo que el círculo de aspirantes a hombrones no estaba dispuesto a tolerar bajo ninguna circunstancia.
En el transcurso de una fiesta donde se celebraba un cumpleaños general para los alumnos del quinto año, nuestro profesor decidió que cada niño recibiera su regalo acompañado del beso de una compañera y viceversa. Solo eso bastó para que el llanto enrabiado de mis amigos surgiera como furibunda respuesta ante tal provocación. Se negaban a que sus mejillas fuesen mancilladas por los labios de quienes solo los unían un pupitre, una sala de clases y una insignia.
Yo, en cambio, no cuestioné para nada el asunto. Cual colaboracionista, esperé que el profesor mencionara mi nombre para ponerme de pie. Fui hasta el improvisado escenario para recibir el obsequio –una acuarela y un pincel- junto a la efusividad de una niña de pelo crespo y margaritas en las mejillas. Aún más, a partir de ese día y cuando nadie nos divisaba, comenzamos compartir nuestra inexperiencia, margaritas y colaciones debajo del aromo del patio del colegio.
Al mismo tiempo, y solo para no ser defenestrado por mis pares, seguí participando en reuniones de camaradería con un único tema a tratar: la manera en que profesores y padres nos estaban obligando a alterar nuestro trato con el enemigo.
La llegada de la adolescencia implicó que el problema emigrara desde el colegio (su campo de acción era demasiado reducido) hacia el vecindario. Por alguna razón que no viene al caso explicar -ni muchos menos avergonzar-, Memo, Gabo y yo nos habíamos quedado sin novias. Todas las niñas de la cuadra y de varias manzanas a la redonda, estaban ocupadas por tipejos más vivos y arrojados que nosotros. Memo algo sabía del tema pues por esos días había puesto fin a su vínculo con Julia –se decía que más bien lo terminó la contraparte, pero eso no nos consta por lo que no iremos más allá en la especulación-, hecho que le dio un lugar en nuestro trozo de vereda. Gabo y yo, en cambio, nos movíamos en el purgatorio de la sala de espera, pero dispuestos a salir de aquello con la dignidad de los caballeros antiguos.
-Hay que buscar niñas en otro lado, porque acá están todas ocupadas –sentenció Memo con una colilla de cigarro en la boca que había recogido del suelo-. En la villa que está más allá de la cancha, los grifos y los balones de gas, esa que tiene una pileta en la plaza, hay muchas niñas y son muy simpáticas. El otro día una me sonrió cuando pasé en bicicleta. Tenemos que ir antes que nos las quiten.
Aprobada la moción, nos dirigimos hasta esas calles desconocidas y publicitadas por Memo. Nuestra condición de pajaritos nuevos despertó la curiosidad de unas niñas de vestidos floreados y hombros desnudos que paseaban por esa plaza desconocida. La cancha, el grifo y los balones de gas -límites de esa otra villa ingrata y desconsiderada para con nosotros- fueron reemplazados por una pileta con truchas traídas desde el Embalse del Yeso.
Lo que Memo no nos advirtió –por olvido o ignorancia- fue que las casas amuralladas de los alrededores eran residencias de oficiales del regimiento de la ciudad. Por consiguiente, en ellas habitaban sus hijos adolescentes. Eso explicaba porqué durante nuestra segunda visita comenzaron a llovernos, de improviso, piedras desde un lado anónimo del cielo. Por más inmaduras que hayan sido nuestras consciencias, no deseábamos acabar con ellas destrozadas por la fuerza del impacto.
A futuro evitamos imaginar la impresión dejada en las niñas de la pileta por nuestras correrías sin decoro. A fin de cuentas, solo queríamos salvar nuestro pellejo al otro lado de la cancha, el grifo y los balones de gas.
3 Comentarios
Me encantó. Qué lindo recordar esos años de nuestra adolescencia, y todas sus andanzas ingenuas y decisivas para el futuro. Saludos Jorge
ResponderEliminarBuenísimo. Color, frescura, aprendizaje, nostalgia. Narrativamente perfecto.
ResponderEliminarLa frescura de este texto le da absoluta credibilidad. Muy bueno.
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