MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
No debería salir a la calle, ni a primera
hora, cuando pensaba que no había nadie porque apenas había amanecido.
No es bueno para mi fobia social.
Hoy me he tropezado con un abogado
marrón, hijo de un matón del Requeté, algo que al menda le parece desde
mozo una proeza, y político él mismo de la derecha más palurda, que me ha
espetado que él, a diferencia de otros, verdad, tiene pureza de sangre: «!Soy pata negra!», me ha dicho
muy orgulloso. Qué cosas, oye, en el siglo XXI y a primera hora de la
mañana, y sin trago bravo de por medio.
Lo de la sangre pura y la sangre sucia se lo oí a
una moza del pueblo en el que vivía, no hace ni veinte años. Pero
sangres con más o menos veneno a un lado, no te puedes hacer ni idea de
cómo las gasta la gente con lo de la heráldica. En la época que anduve haciendo
de abogado, me vino una doña para que le dijese qué escudo nobiliario
tenía. Cuando le dije que lo mío era otra especialidad –por decirle algo
que no fuera que aquella consulta era una extravagancia–, y que ella no
tenía escudo heráldico alguno que echarse al dedo o a la pechera, o a
donde tuviera a bien colgárselo, se puso hecha una furia y me exhibió
como prueba irrefutable uno que había recortado de un calendario de
propaganda de productos de veterinaria. La gente es muy suelta.
Goya, en su capricho 39, fue muy
explícito sobre ese pujo del rebusco heráldico que acomete como una
manía de difícil cura: ser o sentirse algo, alguien, tener la certeza de
la pertenencia, del enraizamiento, del origen, de la diferencia, del
ser más y mejor, de tener pureza de sangre, como el pavo real de esta
mañana. En eso, allá cada cual, el relato de las sagas familiares no
suele ser aburrido… su escritura, si es veraz, muchas veces es dolorosa.
Otros, más pedestres que Goya apuntan a
que tarde o temprano, colgando de alguna o de muchas ramas del arbolito
heráldico aparecen las azadas, las layas o el agote, temible aparición
esa, que es algo que no suele buscarse; mejor los cañones, las estrellas, el jabalí, el oso, las espadas o
los calderos, mejor que tu casa ostente en la entrada las cadenas de
aposento real que nada más entrar en ella te tropieces con las
cochiqueras… El arte de repintar los blasones, escribía Machado.
Un tío Toby cualquiera, que pipa en boca animara las sobremesas,
solía decir que si se ardía la casa lo primero que había que salvar
eran las ejecutorias de hidalguía, las que llegado el caso podías
exhibir como prueba para poder ejercer la profesión de abogado o la de
cirujano, para entrar, hasta muy tare, en la Academia de Caballería, en
la administración, o para pasarte a Indias con destino de covachuela y
no con una mano delante y otra detrás… Otro tío Toby, con la peluca
colgando del respaldo de la silla, los zapatones embarrados a un lado,
los dedos de los pies asomando por agujeros de las medias, pero con la
jarra de ponche rebosante al alcance de la mano, le replicaba que en
esos rebuscos encuentras no ya lo que no buscabas sino lo que no
quieres: orígenes de judería no tan remota como parece, fundidos luego a
base de moneda fuerte y mucha escritura de propiedad, o la certeza de
que tienes parientes en Marsella que podrían contarte una historieta que
te iba a dejar con el culo de la respetabilidad al aire… Y otro tío
Toby más, soplando el polvo acumulado en esa joya que es la Inconstancia de los malos ángeles y demonios,
del inquisidor Pierre de Lancre, vació su enésima jarra al grito
aguardentoso de que en aquella casa de los siete tíos, no eran más que
porqueros con escudo de armas, algo que produjo gran alborozo en la sala
ya muy ahumada… como si todos los tíos, incluido el abogado marrón,
hubiesen salido de una novela irlandesa de ese trasto que es Donleavy:
vitriolo enmascarado con el confortable olor del whiskey y del heno recién cortado.
2 Comentarios
Hay tanto que decir al respecto. Para América se vinieron tantos cochiqueros limpiándose la mugre en el camino, y acá, amén de coyunturas históricas y del respeto absurdo de indígenas y criollos, se hicieron de firmes hamacas para vivir a costa del resto, bien abanicados y servidos. Esto sucede hasta hoy, y este relato funciona con exactitud para cada país de América. Y los grandes historiadores no se han puesto de acuerdo sobre si es una característica preponderantemente española o parte deshonrosa de la condición humana.
ResponderEliminarTu escrito es una joya, querido amigo. Destreza narrativa, ingenuo, humor, sabrosura, absurdos del día a día.
Un fuerte abrazo
El día que llegué por primera vez a La Paz, por la tarde, en una cafetería, tomando un mate de coca, sin saber, entonces, que salvo para el estómago no sirve p'a ná, pero p'a ná, p'a ná, empecé a oir a hablar a mi espalda de genealogías, heráldicas, hidalguías, blasones, y encima en tono docto y campanudo. Yo creí que era cosa del sorochi, pero no, allí estaban... los señorones. Aturdido me quedé. Fue en junio del 2004.
ResponderEliminarUn abrazo