ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Desde hace años la presencia de la multitud en las calles ha sido de una constancia de permanencia que merece alguna reflexión, todavía en medio de los convulsos movimientos y los distintos resultados de esos cuerpos y esas voces enfrentadas a algo.
Hay movilizaciones de peregrinaje por autopistas, atravesando fronteras. Seres que huyen de la desgracia y quienes de repente fueron despojados, se quedaron sin solar, sin barrio, sin país. Ellos no ocupan, caminan a la búsqueda de refugio.
Otros se manifiestan para apoyar una idea de justicia, de humanidad. Se enfrentan con quienes rechazan la solidaridad y exigen la preservación de un territorio que no se comparte. Sobrevive la cáfila disminuida de los remedos de reuniones políticas, auspiciadas por movimientos, partidos, sectas, donde se advierte la falta de alguna emoción. Aburrimiento sin misericordia y la resignada espera de una beca, un almuerzo, unos ladrillos.
¿Cómo llamar a las fugas de mujeres, hombres, niños, embutidos en embarcaciones que al primer golpe de ola del Mediterráneo naufragan y mueren asfixiados o ahogados? Protesta. Cuerpos muertos en una playa. Tráfico despiadado de miserias.
Una reciente con consecuencias alentadoras ha sido la de Guatemala. Esos ciudadanos (¿?) no cejaron en la limpia radicalidad de sus demandas de sanción para los gobernantes corruptos y tampoco se conformaron con el medido soborno de entregar cabezas del subalterno. ¿Hay que preguntarse si esta responsabilidad colectiva es todavía un acto de ciudadanía o estará surgiendo un sujeto nuevo que sacude la inmovilidad?
No es fácil saber en cuál momento, ni qué gota, colma la indiferencia de la gente y la lanza a las calles. La gente sola, unida, sin representación.
Se puede recordar que la preocupación que embargó a los jóvenes idealistas, después de los años setentas del siglo pasado, y que los condujo a levantarse en armas, tuvo un fundamento: ¿cómo organizar a la gente para que las explosiones populares tengan dirección, no sean ciega violencia?
Lo de Guatemala es de un pacifismo sobrecogedor. Y se puede constatar que la gente se mueve por motivos sencillos, claros. La confianza engañada. El robo. La mentira.
El contraste entre el discurso desgañitado del poder y la energía inconmovible de la presencia de la gente agolpada, con designio inconmovible, eriza a cualquiera. Pareciera que una idea de poder distinta habita en quienes salen a oponerse y pedir.
Para los fatalistas no es mucho. Piensan que sin la modificación de estructuras fundamentales, el mal tiende a repetirse.
A lo mejor es ingenuo esperar que ese viejo asunto, el temor, sea una barrera contra lo maluco del poder constituido. Quizás al saber que una resistencia nueva, imprevisible, puede tomarse las calles y cambiar el clima de sigilo donde los gobiernos se pudren, sirva de freno.
1 Comentarios
Buen artículo.
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