PABLO CINGOLANI -.
Así vale la pena escribir: “En la historia moderna, y tal vez pueda decirse que en toda la historia (…) no hay acontecimiento que se conozca menos ni que impresione tanto a la imaginación”. Se trata de La rebelión de los tártaros o huida del Khan de los calmucos y su pueblo de los territorios de Rusia a las fronteras de China. Es una joya bibliográfica y quien la firma es nada menos que Thomas De Quincey, “benefactor intelectual de la humanidad”, según sus propios deseos de opio e inmortalidad.
La saga recreada por De Quincey es colosal: 700.000 tártaros deciden emprender el éxodo. Era 1770. Oubacha era el Kan de los calmucos. Zebek Dorchi, su primo y consejero. El Zar de Rusia los oprimía, despreciaba su religión, incrementaba los impuestos, construía fortalezas para cercenarles tierras de pastoreo “hasta obligarlos a renunciar a sus rebaños”, arengaba Zebek a los humillados ex nómades y proseguía “y a reunirse en ciudades como Sarepta, donde serían zapateros, sastres y tejedores, oficios bajos y serviles que siempre ha menospreciado el tártaro que nace libre”. La decisión de partir se consultó con los astros y con el Lama: cuando el Volga se congelase, en medio del invierno atroz de la estepa, y permitiese a todo un pueblo cruzar sobre el hielo, partirían. Y así se hizo.
La cacería más despiadada empezó: los rusos se vengaban de la hechicera[1] y los kirguizes y los bashkires de antiguas querellas: la caravana interminable era atacada por los otros pueblos que encontraban a su paso, además del frío y el calor agobiantes, la sed y el hambre, “el espectáculo se volvió demasiado atroz; era una hueste de locos perseguida por una hueste de demonios”, cuenta De Quincey.
Los hechos son absolutamente reales, figuran en cualquier enciclopedia, sucede que el autor de Seres imaginarios y reales y gran defensor de Judas Iscariote los dota al escribirlos de un vértigo irrepetible: ¿Se imaginan lo que sería hoy si una ciudad de un millón de habitantes decide ser abandonada por quienes padecen en ella para dirigirse todos juntos hacia la Tierra Prometida? ¿Sería inconcebible o no? ¿Qué viviremos mañana?
La titánica odisea tártara terminó a orillas del Lago Terguiz: fue la última de las matanzas, tras diez días de cruzar el desierto, las reservas líquidas agotadas, y a donde todos, perseguidores y perseguidos, fueron a zambullirse y salvarse cuando, según el testimonio del británico, “de pronto las aguas del lago se tiñeron de sangre por todas partes; aquí corría una partida de salvajes bashkirs tajando cabezas con la rapidez de un segador entre las mieses, allá los calmucos inermes ceñían en un abrazo mortal a sus odiados enemigos, ambos con el agua a la cintura, hasta que la lucha o el puro agotamiento los hundía y se ahogaban uno en los brazos del otro”. El horror, el horror, alguien clamaría.
Sólo llegó una tercera parte de los emigrados. El emperador chino los acogió y mandó a levantar dos columnas de granito con esta inscripción:
Por la voluntad de Dios,
Aquí, al borde de estos desiertos,
Que en este punto comienzan y se dilatan,
Sin caminos, sin árboles, sin agua
Durante miles de millas a lo largo de las fronteras
De muchas naciones
Descansaron de sus trabajos y sus grandes sufrimientos,
A la sombra de la Muralla China,
Y por la gracia de Kien Long, Lugarteniente de Dios
En la Tierra
Los antiguos Hijos del Desierto
(…)
Bendito el día: 8 de septiembre de 1771
Ese es el final de la historia contada por De Quincey. No todos los calmucos emprendieron el éxodo a China, algunos se quedaron en Rusia y con ellos, el gran padre Stalin creó a la fuerza, en 1935, la República Socialista Soviética Autónoma de Calmuquia, cerca de Astrakán, al noroeste del Mar Caspio.
Cuando los nazis invadieron la URSS, los calmucos volvieron a rebelarse: Stalin no se los perdonó, y no sólo abolió su creación sino que deportó a miles a Siberia. La historia volvía a repetirse.
El Kan del Kremlin murió en 1953 y sólo cuatro años después, Nikita Khruschev, a la cabeza del Soviet Supremo, emitió un decreto donde rehabilitaba a los “pueblos minoritarios” que habían sido acusados de “deslealtad” durante la II Guerra Mundial.
Uno de esos pueblos fueron los calmucos.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 4 de noviembre de 2016
[1] En 1223 la Crónica de Novgorod documentó la llegada, desde Tartaria, de una hechicera acompañada por dos hombres. Exigieron la entrada de una décima parte de todo: ´de los hombres, las princesas, los caballos, el tesoro, una décima parte de todo´. Los príncipes rusos se negaron. Empezó la invasión de los mongoles.
0 Comentarios