MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
«El mundo todo es máscaras. Todo el año es Carnaval», sostenía Larra, que se mató un lunes de carnaval, con un fondo de griterío de máscaras y destrozonas, por mal de amores en la leyenda y novelería romántica o por desesperanza de un país a la deriva, enmascarado de mugres y mala fe generalizada, en el discurso civil del país siempre imposible, siempre a la deriva, siempre fallido. Francisco Umbral, que le dedica su Anatomía de un dandy, tan denostada por los hispanistas asebolados, viene a decir algo así como que Fígaro muere por asco de las cosas y dolor de España. Hoy no se mata nadie por España, hoy se muere en España, mucho, pero de otras cosas, a causa del mal gobierno, sobre todo, con o sin estadísticas enmascaradas. Hoy se muere de indigencia, de atención médica deficiente por falta de recursos y de propia mano, cuando no hay futuro ni presente; hoy florecen las muertes civiles, invisibles. Hasta de asco es difícil morirse del todo, por mucho y muy intenso que se sienta, pero nunca lo suficiente como para tomar la calle.
Larra en Carnaval, en la danza de la trampa, la burla y el engaño, pero de salón, algo alejado de ese carnaval madrileño de máscaras grotescas, brutales, violentas que le entusiasmaba a Gutiérrez-Solana y tras él, en su precisa huella, y en la de Goya, a Edgar Neville: Domingo de carnaval, una joya. Baroja también habla del carnaval en algún lado, como teatro de excesos de salón que le ponían malo, no sé si de envidia o de fobia puritana; también Cansinos-Assens lo hace, pero como escenario del ajuste de cuentas, y de poner el orden patas arriba. Erudiciones fules al vuelo.
Hoy, ese carnaval irreverente y urbano –no rural y hecho folclore y solo eso, o festejo de baile de máscaras de salón–, se ha reducido mucho y se va a reducir más, me temo. La furia verdadera del poner el mundo del revés hay que buscarla en los rincones apartados. Hoy no se sale a la calle a poner el mundo patas arriba, porque apenas se sale cuando los motivos sobran para poner en solfa a clérigos, jueces, policías, militares, banqueros, y para rebelarse. Está prohibido enmascararse, pero quien te lo prohíbe se lo permite para que no puedas identificar a quien te pega una patada en la boca de manera impune. Me temo que el Código Penal y su legislación complementaria no distinguen entre días de Carnaval y días que no lo son. Carnaval, sí, pero dentro de un orden…
Todo el año es Carnaval, cierto, sobre todo aquí, en esta corte de los milagros, en este esperpento nacional, en el que la justicia pasea sin parar por el Callejón del Gato, de punta a punta, y en uno de sus espejos aparece chata como gigantilla y en otro adelgazada como lapicero, y en ese otro, invisible, inexistente, curioso espejo ese, muy carnavalesco. Máscaras de la buena fe que esconden al tramposo en su descaro; de paladín de las libertades que oculta apenas a un carcelero; de toga y puntillas de magistrado agitada por un sayón de alma; de matón a sueldo que baila en el disfraz del uniforme; de ladrón sin recato, abusivo, que aparece en escena con las galas del golfo simpático para los de su clase; de justiciero que esconde al envidioso; de predicador que hace de su capa un sayo; de pensador de recio y apretado discurrir que esconde al guapetón y al camorrista; de adalid de las libertades que esconde al cobarde, porque sin matones que le acompañen no es nada; de Espartaco de la revuelta de mentidero y humo; de humanitario que piensa en cuánto le puede sacar a la catástrofe de la que echa mano; de idealista que sonríe pensando en su ventaja… Farsa, monumental, esperpéntica, al compás cierto de los brincos, harapos y carroñas de Solana, pero exagerada y tremendista siempre al describirla, a gusto del público, cuando en realidad no te acercas ni de lejos a su verdadero rostro.
Todo el año es carnaval, siniestro carnaval, sea, ese que en la película de Neville da en los desmontes y descampados de Madrid, en la luz lívida del amanecer del día de la ceniza o del que diga el erudito de turno que sea, no es eso lo que cuenta, sino que aquí la siniestra carnavalada no se detiene ni se entierra sardina alguna, que el esperpento continúa, ya sea con disfraces de ministros del real despacho en sus trastiendas y zahúrdas inalcanzables, o con máscaras de pompa y circunstancia patriótica, democrática, legalista, igualitaria, y que como te descuides el único que acabará enterrado, pero por la escorredura del desastre, vas a ser tú.
Imagen:"La máscara y los doctores", José Gutiérrez Solana, 1928
*Publicado originalmente en Cuarto Poder y en el blog del autor, Vivir de buena gana, 1/3/2017
0 Comentarios