Encarna Morin
Era el año 1968 y mi abuelo Rafael había muerto en Bahía Blanca. Fue entonces cuando la abuela se vistió de negro ya que hasta ese instante había sido una "viuda blanca".
En ese momento apareció en nuestras vidas la tía Silvia, nacida en Argentina, como un fogonazo de luz y de energía. Comencé a indagar en el alma familiar, primero con cierta curiosidad, luego con un inmenso respeto. A medida que avanzaba en la búsqueda de respuestas, fui cayendo en la cuenta de cuantas explicaciones ya conocía, de todo lo que sin saber a ciencia cierta, ya imaginaba.
Les he ido encontrando a todos ellos. He conocido casi todas sus historias. Les he entendido, y me han ayudado a saber quién soy, la parte de cada uno de ellos que permanece cerca de mí, o en mis genes.
Llegó el momento en que mi voz ha de cumplir su cometido, del mismo modo en que mis abuelas y bisabuelas lo hicieron. Ahora, aunque a mí misma me resulte insólito, me convierto en abuela. La vida me coloca de nuevo en un sitio que antes era incapaz de imaginar. Y como tal abuela que seré, narraré las historias que he ido desentrañando. El alma de mis antepasados me acompaña. Es una compañía segura y cálida. Me sostiene cada vez que algo amenaza con derrumbarme.
Me reconozco un poco en cada una de sus historias, en el rumbo que he dado a mi propia vida, en los atajos que he tomado en cada momento, incluso en las palabras que a menudo salen de mi boca sin premeditación previa.
Les reconozco en mis hijos, en cada uno de ellos. En sus gestos, en sus voces, en sus cuerpos.
Tengo la valentía de unos, el miedo permanente al abandono de otros, el ímpetu luchador de alguno de ellos, la necesidad de sentir el sol en mi cara y respirar el aire de mi querido paisaje isleño. Al mismo tiempo me reconozco en el acento argentino de mi tía Silvia, en su ternura, en sus deseos de juntar a la familia y de sentirse reconocida. Es como si hubiera cruzado el océano sin haberme movido de la isla. Soy yo misma y un poco todos ellos.
Tanta información acumulada me ha ayudado a entender y comprender. Cada uno de ellos hizo en cada momento de su vida lo mejor que supo. Las circunstancias a menudo marcaron sus destinos.
No me importa tanto no haberles podido conocer entonces. Les descubro ahora desde mi entendimiento de mujer madura. Deshago los nudos que nos mantuvieron separados. Con la intención de no volver a perderles nunca más. Me han de acompañar el resto de mis días. Ahora que por fin nos hemos encontrado…
Fotografía: Rafael Morín Perdomo, mi padre, año 1930 en Lanzarote. Un niño que jamás pudo conocer a su padre ya que aún estaba en el vientre materno cuando éste tuvo que emigrar hacia Argentina para jamás retornar.
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