Miguel Sánchez-Ostiz
Las ciudades no son invisibles –eso es una licencia poética ya muy manida–, más bien resultan irreconocibles. El tiempo las devora, las transforma más rápido de lo que tú mismo envejeces. Con el tiempo sus calles se convierten en espejos velados de la memoria. Tratas de recordar lo que había al otro lado de un cierre –un ultramarinos, una panadería, un pelotero, una droguería, una relojería, una carpintería, una mercería... – y lo más que consigues y con mucho esfuerzo, no de memoria, sino de imaginación, es tropezarte con el rostro borroso del que fuiste.
*Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (13/12/2017)
0 Comentarios