Pablo Cingolani
Borges epigrafea su inolvidable Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1820-1874) con dos líneas de un poema de Yeats que traduzco así: “Estoy buscando el rostro que tenía/antes de que el mundo fuera creado”.
El cuento alude a un tema fundamental: el destino. Dice don Borges, casi al final del texto, que Tadeo, cimarrón consecuente, “comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro”. Es así que, siguiendo ese dictado innegociable, Tadeo se niega a matar a un valiente y se pone a pelear junto a él, en contra de los mismos soldados que lo acompañaban. Ese valiente era un desertor. Ese valiente era Martín Fierro.
Borges es tan feroz en su simbología que sigue dejándote sin aliento. Parafraseándolo, hay que acatar a Borges como se acata al destino. Y el destino, si nos dejamos embriagar por la también colosal poética de Yeats es previo, es anterior, es anticipatorio de cualquier otra cosa, del mundo incluido. Serás lo que debas ser, o serás nada.
¿Porqué escribo todo esto? Por la íntima conmoción que me ha causado el suicidio de Bourdain. Un día soñamos con traerlo aquí a Bolivia para promocionar la quinua real y hacer un “reality” televisivo con los campesinos que la cultivan desde hace milenios en el altiplano sur, en Salinas de Garci-Mendoza, detrás del volcán Tunupa y en la orilla norte del Salar de Uyuni.
¿Por qué pensamos en el gringo? Porque nos caía bien, porque en este mundo desterritorializado y sin anclajes, suponíamos que él podía conmoverse con los indios cultivadores de quinua y nos podía dar una mano para promover a la planta en el mundo, especialmente, en su mundo, ese de la tele, ese de la comunicación global, ese que suma a la confusión general pero donde hay que dar la batalla más importante de todas: la batalla del lenguaje, como decía Ernesto Cardenal.
Nunca pudimos concretar ese proyecto: aquí somos como Tadeo Isidoro Cruz, ningún destino es mejor que el otro, y seguiremos acatando el destino que nace de las montañas abruptas, de los desiertos helados, de las nieves que lastiman, de los ríos que las celebran, de todo lo áspero que nos convoca y nos sentencia: aunque la huella se pierda, aunque la arena lo cubra, el destino está ahí y está intacto.
Por todo esto, y por ese lazo espiritual que tejimos con Bourdain –un lazo invisible del cual él jamás ni siquiera se enteró-, es que me conmueve su partida por mano propia. Sobre el suicidio ni hablar: sólo remitirse a lo que escribió Breton cuando el suicidio de Maiakovski. Es inapelable. Es irreversible.
Pero diré y final. Frente a los “suicidados por la sociedad” (Artaud) siempre te queda ese sabor amargo en la boca. Siempre te queda la sospecha de que podías evitárselo. Maiakovski pudo haber huido, como Trotsky. No quiso. Bourdain pudo venir a Bolivia. Nunca se lo pudimos proponer. Ningún destino es mejor que otro. Ninguna muerte es peor que otra. Pero, ¿porque no se me va la amargura? Andá a saber.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 8 de junio de 2018
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