Veo a lo lejos, ululando, titilando con vigor, las luces de la ciudad. Están lejos. No son hostiles. Semejan estrellas desparramadas por un dios caprichoso: las bajó del cielo y las arrojó todas juntas en un lugar desmesurado para elevar una metrópoli, un sitio despojado de atributos para establecer ubres-urbes, urbi et orbi, a la ciudad y al mundo: La Paz
La veo a lo lejos. Como si otro dios, uno sabio, o menos escandaloso, me arrojara siempre a los extremos. Allí donde los extramuros siguen comulgando con las montañas, con las esencias, con los espíritus de los cerros, con el ajayu de la ciudad no ciudad, diría el poeta, que me ampara, que me da paz: La Paz
La felicidad es vivirte así, vivirte cuando deshilachas lo urbano y lo vuelves esa trama fértil que te sigue enhebrando a las piedras, a tu raíz y tu encanto, a la maravilla de saberte ciudad entre montañas. Allí donde aún siguen habitándote vizcachas y zorros, líquenes y viento y hasta alguna queñua decidida y resistente y extraña que echa de menos que no haya más queñuas por ahí
La incertidumbre es que un día, los cerros, tus cerros, se caigan encima mío Son tan frágiles. Los dioses, los Apus, se emborracharon cuando los forjaron, cuando los fraguaron con arena y nieve y viento: resacosos, nunca los terminaron de hacer y por eso viven. Están vivos. Un día se van a mover. Moverán sus brazos, sus labios o algún pie. La incertidumbre tiene destino. Si me amparan en su seno, allí donde me sepulten, lo celebraré.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 31 de octubre de 2018
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