Miguel Sánchez-Ostiz
Que el centro de Madrid esté plagado de personas «sin techo» es algo tan notorio que resulta invisible… Es lo que hay, te dirán, para pasar de largo, como tu mismo por mucha fotito que hagas, dudosamente humanitaria, y más trofeo de caza en selva urbana que otra cosa. Hace veinte años las colas del hambre me llamaban mucho la atención. Tenía una justo enfrente de mi mesa de trabajo, Cachito de Cielo se llamaba. En ellas había de todo: viejos, jóvenes, hombres, mujeres, borrachones irremediables, extranjeros de nacionalidad y origen ramillete, camorristas, enfermos, baldados… se organizaban buenas grescas por motivos futiles. Tal vez por eso haya visto hoy un lugar de culto y caridad guardado por un hombre de mano uniformado. Se ve que las instituciones no es que no lleguen a donde debieran, sino que han renunciado a ello (Zygmunt Bauman en Maldad líquida, pág. 32) y eso no le inquieta a nadie que no esté con el agua al cuello: es cosa de los invisibles, los marginales o de esos tontos que todavía creen que hay alguna salida en algún lado.
A veces me quedo extasiado delante del escaparate de alguna de las cientos de inmobiliarias que abren sus bocas de lobo en las aceras y me quedo patidifuso de los precios que veo… ¿Pero quién compra esas casas, cómo, con qué dinero? Parece imposible. Pero la vivienda es un negocio, no un bien de primera necesidad que tiene a una parte importante de la sociedad con el agua al cuello, no un derecho protegido en balde por la Constitución. Lo dicen de manera muy clara los anuncios: ideal para inversores. Y los sin techo proliferan.
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Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (31/1/2019)
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